15-11-2010 |
Presentación del libro: http://www.catarata.org/noticia/mostrar/id/59
INTRODUCCION
El pasado deja huellas por todos los rincones del presente. Aunque no fijemos detenidamente la atención, persisten a nuestro alrededor abundantes indicios que dan cuenta del paso de las generaciones anteriores a la nuestra. Edificios, monumentos, ruinas, restos arqueológicos, pero también documentos oficiales, fotografías, cartas, memorias o recuerdos familiares transmiten la presencia de algo que ya no está entre nosotros, pero que de alguna manera nos acompaña.
Todos estos objetos materiales o inmateriales expresan algo de los esfuerzos, proyectos, conflictos, fracasos o locuras de las gentes que nos han precedido. Depende exclusivamente de nuestra perspicacia que seamos capaces de extraer un mensaje articulado de elementos tan dispares.
La interpretación de todos esos fragmentos incompletos, desordenados o contradictorios que nos ha legado el pasado no es un pasatiempo o una afición más o menos entretenida, sino un intento muy humano por comprender los materiales con los que se ha construido, en primer lugar, el mundo que nos rodea y, de paso, a nosotros mismos.
Se puede decir que la sociedad en la que vivimos es lo que determinaron las acciones de nuestros predecesores. Pero la sociedad que entregaremos a nuestros herederos dependerá de las acciones que realicemos en el presente. Por tanto, la pregunta de “quiénes somos” debe plantearse para poder perfilar el tipo de proyecto en el que nos estamos embarcando. La respuesta a esta pregunta requiere, pues, una reflexión histórica honesta.
Si sólo bastase con echar un somero vistazo a nuestro alrededor para conocer el pasado, entonces sólo quedaría mirar hacia adelante y avanzar sin titubeos. Sin embargo, empiezan a surgir dificultades por el hecho de que los restos del pasado no nos interpelan directamente, sino que sólo sugieren y, en consecuencia, a la hora de dotarles de un sentido, se prestan a interpretaciones muy diversas.
¿Significa esto que cualquier interpretación histórica es válida, ya que en el fondo sólo se trata de narraciones personales, influidas por los gustos y preferencias del observador? En absoluto, una interpretación histórica no es una opinión particular, cuestión de gusto o de capricho, sino un esfuerzo por comprender la relación entre los distintos materiales históricos que están a nuestro alcance y por esclarecer el contexto en el que se desenvolvieron sus autores.
Una interpretación distorsionada, o peor aún, una falsificación, por fuerza tiene que ignorar o tergiversar todos aquellos elementos que no cuadran con su narrativa. Esta actitud no es sólo científicamente reprobable, sino también políticamente irresponsable. Y lo es, porque normalmente las interpretaciones históricas no quedan confinadas a un reducido círculo de especialistas, sino que suelen tener una proyección más amplia. De hecho, todo proyecto político se apoya en una interpretación del pasado, por lo que la política implica también una discusión sobre las distintas maneras de percibir la historia. Y aquellas visiones que carezcan de coherencia interna, que colisionen con los testimonios del pasado, que pisoteen los hechos, no pueden someterse a un escrutinio público, pues éste dejaría al descubierto todas sus insuficiencias.
Por tanto, las falsificaciones del pasado sólo pueden sostenerse mediante la supresión del debate público, es decir, acallando todas las voces que cuestionen la interpretación dominante. No sorprende, pues, que los dictadores desarrollen un interés muy especial en manipular el pasado, puesto que saben que las bases de su legitimidad son muy frágiles y un examen atento de su apoderamiento del Estado sólo serviría para exponer el entramado de complicidades en el que se apoyan.
Sin embargo, cometeríamos un error si creyéramos que los intentos por limitar el debate público sólo proceden de las dictaduras. En sociedades altamente tecnificadas como en las que vivimos, donde, ya sea como ciudadanos, consumidores, trabajadores, o espectadores, estamos encajados en engranajes que nos desbordan, actividades que impliquen una reflexión detenida sobre acontecimientos pretéritos aparecen como un gasto ocioso de recursos. En una sociedad, en la que, por una parte, se nos exige constantemente resultados inmediatos y, por otra, exigimos al mismo tiempo una respuesta rápida a nuestras demandas, sólo cabe mirar hacia delante y no perder el tiempo innecesariamente.
En este contexto de demandas y exigencias vertiginosas, el espacio público, el espacio común en el se puedan valorar las distintas interpretaciones del pasado y, por tanto, escoger distintos futuros, se ve atacado por muchos frentes. Por un lado, medios de comunicación que necesitan ininterrumpidamente vender nuevas sensaciones, por otro, burocracias técnico-económicas que pretenden zanjar los debates públicos apelando a sus competencias “neutrales”, y, finalmente, masas de ciudadanos angustiados y desorientados que se ven arrastradas por una espiral devoradora.
En la Alemania de principios de los años 30 del siglo pasado se dio un escenario parecido al descrito en el párrafo anterior. La razón que me ha llevado a escribir sobre este período histórico, que se conoce con el nombre de República de Weimar, se encuentra en los interesantes paralelismos que se pueden trazar con otros períodos de crisis e incluso con nuestra propia situación actual. No sólo en la Alemania de Weimar se han repetido las quejas por la lentitud de los debates públicos y los llamamientos a que administradores eficientes tomen el espacio público. Pero estos llamamientos no suelen desembocar en una mayor autonomía de la sociedad, sino en precisamente todo lo contrario, en su inmersión en dinámicas auto-destructivas.
Este libro es una defensa del espacio público, entendido éste en un sentido amplio, en el sentido de un espacio donde puedan presentarse y elaborarse distintas visiones del pasado y del presente para decidir sobre el futuro en común. Sería muy pretencioso por mi parte dictar prescripciones sobre cómo se debe construir dicho espacio, pues corresponde a las gentes, pueblos y sociedades que la historia ha hecho vecinos la responsabilidad de articular conjuntamente un espacio en común donde poder discutir proyectos políticos.
Mi intención es más modesta: ofrecer unas reflexiones sobre cómo se construyó ese espacio público durante un período muy concreto, Alemania entre los años de 1918 y 1930, y cómo fue destruido entre 1930 y 1933. Considero fundamental el estudio de la República de Weimar para entender que la edificación de un espacio público no es un proceso automático, sino que requiere un esfuerzo colectivo y una actitud leal y responsable por parte de las élites políticas.
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Se conoce con el nombre de república de Weimar a la primera experiencia democrática de Alemania durante el período de entreguerras en el siglo XX. El nombre de Weimar hace referencia a la ciudad del mismo nombre en Turingia, donde se elaboró la constitución de la república entre los meses de febrero y julio de 1919. La constitución de Weimar fue finalmente aprobada el 31 de julio de 1919 y entraría en vigor unos días después, el 11 de agosto del mismo año.
La constitución de Weimar es un caso interesante, pues combina elementos presidencialistas con otros más típicos de un régimen parlamentarista. Por un lado, el presidente de la República es elegido durante un plazo de siete años y dispone de importantes atribuciones, nombrar y destituir al canciller (artículo 53), disolver el parlamento (artículo 25) o promulgar decretos de emergencia (artículo 48).
No obstante, al mismo tiempo, el parlamento puede ejercer también un control sobre las iniciativas del presidente. Así, el canciller y su gobierno deben responder ante el parlamento (Artículo 54). De igual modo, el propio artículo 48 reconoce al parlamento la capacidad en todo momento de rechazar las medidas de emergencia dictadas por el presidente.
Este sistema híbrido de presidencialismo y parlamentarismo se deterioró gravemente a partir de la crisis de 1929. De hecho, desde la primavera de 1930, el país empezó a ser gobernado de una forma cada vez más autoritaria mediante decretos presidenciales de emergencia, apelando al artículo 48 de la constitución.
El recurso a decretos de emergencia era legal dentro de unas condiciones muy estrictas, que contemplaban una estrecha vigilancia por parte del parlamento para evitar derivas dictatoriales. Sin embargo, los decretos elaborados por los colaboradores más cercanos al presidente de la república, general Hindenburg, tenían como objetivo precisamente prescindir del parlamento. Se llegaría un punto en que el que se borraría completamente la diferencia entre lo legal y la voluntad arbitraria del presidente y del canciller que en su nombre actuaba.
Dado el colapso final de la república y su substitución por el régimen nazi, la era de Weimar ha sido objeto de muchos estudios. Una pregunta recurrente es por qué no se asentó un sistema de parlamentarismo liberal en una de las sociedades más desarrolladas de Europa. ¿Por qué no fue posible un turno de paridos moderados? ¿Qué factores llevaron a que los nazis alcanzasen un 37,4% de los votos en las elecciones del 31 de julio de 1932?
Una explicación fácil sería atribuir el ascenso del nazismo a la virulencia e imprevisibilidad de las pasiones políticas. Como corolario de esta afirmación, se deduce que hay que diseñar sistemas parlamentarios que domen a una voluntad popular, que a veces se rinde hipnotizada por partidos extremistas, y establecer mecanismos que aseguren que el ejecutivo quedará en manos de políticos respetables.
El problema de esta explicación es que en la Alemania de principios de los años 30 se siguieron al pie de la letra tales recomendaciones. Durante este período, el ejecutivo intentaría aplicar una política económica ortodoxa para salir de la recesión pero no encontraría un respaldo suficiente en el parlamento. Si este último rechazaba sus decretos, el canciller disolvía el parlamento y convocaba nuevas elecciones. Si aun así, la hostilidad del recién constituido parlamento no amainaba, el canciller podía amenazar con volver a disolverlo y mientras tanto seguir dictando decretos de emergencia, hasta que el presidente de la república le retirara su confianza.
Ante esta dinámica de profundo desgaste de las instituciones, asesores legales con acceso privilegiado al presidente de la república propusieron reformar el Estado dotándole de un carácter más presidencialista y relegando al parlamento a un papel más secundario. Aunque no se atrevieran a enunciarlo tan francamente, un Estado de tales características tenía un sesgo marcadamente autoritario. Este proyecto de refundación del Estado sería secundado por una heterogénea coalición de industriales, magnates de la prensa, políticos conservadores y militares. Las causas del malestar de cada uno de estos grupos con respecto al funcionamiento de la república eran muy diversas, pero todos atribuían el desorden en las calles, en los hogares y en las fábricas a un exceso de democracia.
¿Verdaderamente funcionó tan mal la democracia en la Alemania de entreguerras? En realidad, Alemania se enfrentaba a las mismas dificultades que tienen que hacer frente todos los Estados modernos. Por una parte, desde un punto de vista político, modernidad implica reconocer que la soberanía emana del pueblo y que el poder sólo puede ser ejercido por la nación y sus legítimos representantes. [1]
Por otra parte, desde un punto de vista económico, modernidad significa división del trabajo, aplicación de la tecnología al proceso productivo y racionalidad instrumental. Por racionalidad instrumental se entiende una utilización eficiente de los recursos disponibles para alcanzar un objetivo. Dado un fin, las distintas alternativas que se presentan para realizarlo deben ser evaluadas con criterios técnicos y, acto seguido, seleccionar aquella que mejor emplea unos recursos escasos.
Utopías de distinto signo han creído que estas dos vertientes de la modernidad iban juntas. Así, si los pueblos sufren es porque un déspota los oprime y, de paso, distribuye caprichosamente los recursos y despilfarra las vidas y haciendas de sus súbditos. Sin embargo, concluyen estas utopías, un gobierno verdaderamente popular, comprometido con el bienestar de sus ciudadanos ante los que debe rendir cuentas, pondrá en marcha mecanismos imparciales que expandan la riqueza y que asignen los bienes siguiendo principios técnicos de eficiencia.
En la práctica, las cosas son mucho más complicadas. Frecuentemente, la voluntad popular interfiere en la esfera económica. Los ciudadanos pueden percibir que algunos mecanismos de asignación de recursos, a pesar de su racionalidad instrumental para incrementar la producción, tienen efectos muy dañinos sobre la salud, el medio ambiente o la dignidad de las personas. Igualmente, los técnicos en calidad de tales, pueden protestar contra las restricciones al progreso tecnológico que están aprobando los representantes del pueblo.
Esta tensión atraviesa todas las sociedades modernas por el simple hecho de que todos los efectos de la tecnología sobre las generaciones presentes y futuras no pueden ser conocidos de antemano. Por ello, urge crear un espacio público que permita dar voz a los ciudadanos para que expliquen cómo están viviendo realmente la aplicación de las innovaciones tecnológicas y organizativas de la esfera productiva. Instituciones liberales como el parlamento o la prensa, son foros donde poder tratar estas cuestiones. Pero con la irrupción de la cuestión social a finales del siglo XIX, al legislador se le plantea la necesidad de habilitar otros espacios, esta vez en el interior mismo de las fábricas mediante la negociación colectiva, para que pudiera cultivarse una opinión pública suficientemente madura.
La legislación social de Weimar es un intento ambicioso de responder a los desafíos de la modernidad de una manera auténticamente democrática. Lamentablemente, la clase política dirigente se decantó por una solución autoritaria. La historia de la república de Weimar termina en tragedia, porque el régimen que la sustituyó no consideraba la política como una actividad destinada a construir un lenguaje común entre sus ciudadanos, sino como un espectáculo violento que prometía a la comunidad nacional emociones cada vez más intensas.
Mi propósito al escribir este libro es ofrecer unas reflexiones sobre el contexto social, político y económico en el que se desenvolvió el experimento democrático de Weimar. No se trata tanto de describir todos los acontecimientos de un período tan rico como de reflexionar sobre cómo afectaron las tensiones de la modernidad a la Alemania de 1918. Mi orden de exposición será el siguiente.
El primer capítulo estará dedicado al carácter especial de la dictadura nazi. Dada la magnitud del holocausto y su carácter gratuito, la naturaleza del régimen nazi ha sido un tema de estudio preferente por parte de los investigadores. El hecho de que se exterminase a una etnia no por motivos económicos o estratégicos, sino por un acto de pura maldad ha llevado a muchos autores a cuestionar la racionalidad intrínseca del nazismo. El concepto de totalitarismo, elaborado inicialmente por exiliados alemanes en Estados Unidos en los años 40 y 50, localizaba la especificad del nazismo en su ideología. Así, el holocausto fue el resultado de aplicar una ideología, en este caso racista y nacionalista, hasta sus últimas consecuencias. Por tanto, un régimen es totalitario si se empeña en amoldar la realidad en función de las deducciones de su ideología y es completamente ciego a los desastres humanos que este proyecto pueda engendrar.
Creo, sin embargo, que el concepto de totalitarismo no es una explicación plenamente satisfactoria, pues tiende a pasar por alto las restricciones materiales, políticas, sociales y económicas a las que se enfrenta todo régimen político, por muy brutal que sea. Me parece intelectualmente más fructífero, y ése será el tema del primer capítulo, centrarse en el desorden administrativo del régimen nazi y en la función carismática que desempeñaba Hitler. Es decir, Hitler llega al poder en connivencia con unas elites conservadoras y con una burocracia estatal celosa de su profesionalidad. A pesar de la impaciencia del partido nazi y de la incomodidad de los grupos más tradicionales, no quedaba otro remedio que compartir el poder entre socios tan dispares. Si Hitler se decantaba por alguno en concreto, entonces, corría el riesgo de decepcionar a los otros. Por fuerza, si quería conservar su carisma de hombre providencial enérgico, tenía que mantenerse al margen de la rutina diaria del funcionamiento del Estado y limitarse a dar unas directrices generales que sus subordinados debían esforzarse en cumplir. Al no poder haber una coordinación previa, pues ello hubiera implicado un mayor grado de precisión al que Hitler no quería exponerse, grupos o individuos encuadrados en el régimen se afanaban por hacer realidad los deseos del Führer de forma rápida, atropellada y, en el contexto de la guerra, crecientemente caótica. Desgraciadamente, estas directrices, por ambiguas que aparecieran en ocasiones, estaban inmersas en delirios de odio y de agresión.
Fijando la atención en el caos organizativo del régimen nazi y en el impulso que en el centro del mismo irradiaba el carisma de Hitler, el nazismo no aparece como un retorno a impulsos irracionales que anidan en la parte primitiva del ser humano, sino como una respuesta fraudulenta a la crisis de la modernidad. En los siguientes capítulos trataré de exponer con más detalle los rasgos que esa crisis de la modernidad presentó en la Alemania de entreguerras.
El segundo capítulo estará dedicado a las transformaciones que ocasionó la I guerra mundial. Se puede decir que con la gran guerra empezó, por emplear la esclarecedora fórmula de Eric Hobsbawm, “el corto siglo XX” y con él una era de guerras altamente tecnificadas donde los Estados movilizan todos los recursos a su alcance para aplastar al enemigo. En conflictos de este tipo la distinción entre combatientes y no combatientes desaparece, pues todos los ciudadanos de un modo u otro están combatiendo. Por ello, dada la capacidad de destrucción de las guerras industriales, numerosos movimientos políticos y artísticos se cuestionaron la lógica de un orden económico y social que puede engendrar enfrentamientos bélicos como el que había asolado Europa entre 1914 y 1918. Desgraciadamente, también existieron otros movimientos, formados por antiguos veteranos, artistas vanguardistas y jóvenes ávidos de emociones fuertes, que quedaron fascinados por la guerra y que dedicarían toda su energía a ensalzar y practicar las virtudes de la camaradería de las trincheras y del combate físico.
Una segunda transformación afecta al papel del Estado en la economía. En la era liberal del siglo XIX, el Estado debía limitarse a cumplir las funciones de un gendarme, que vela por el mantenimiento del orden público y la estabilidad de la moneda. Pero cuando un Estado se embarca en una guerra como la de 1914, nuevas tareas se le acumulan: planificar la producción de armamentos y pertrechos, avituallar a los ejércitos, evacuar a los heridos, establecer una comunicación eficiente con el frente, y, además, encontrar fórmulas imaginativas para pagar todos estos gastos. Por otra parte, no puede abandonar a su suerte a las víctimas de una guerra de la que en parte es responsable. Por ello, asuntos que antes quedaban enteramente en manos de la iniciativa privada, a partir de ahora serán competencia del Estado.
Una tercera transformación de la guerra la encontramos en la escisión del movimiento socialista. Teóricamente comprometidos con el internacionalismo proletario, el inicio de las hostilidades partirá en dos la internacional socialista. En general, los partidos y sindicatos que de algún modo ya habían entrado en el engranaje político de sus respectivos países se sumaron al esfuerzo bélico, mientras que, inversamente, los partidos que tenían que operar en un marco nacional de clandestinidad denunciaron la guerra imperialista. Los primeros se agruparían en torno a la socialdemocracia y abogarían por una participación en las instituciones estatales con el propósito de mejorar paulatinamente las condiciones de la clase trabajadora y, tras un proceso largo, superar el capitalismo. Por su parte, los segundos pondrían sus esperanzas en los consejos de obreros y soldados que brotarían en Europa oriental y central entre 1917 y 1918 y propugnaban un cambio profundo e inmediato de la sociedad. Estos últimos constituirían el núcleo de los partidos comunistas.
El tercer capítulo cubre los años iniciales de la república de Weimar entre 1918 y 1923. Cuando el alto estado mayor se da cuenta de que la guerra está perdida, el imperio alemán empieza a desmoronarse. Soldados hartos de la guerra y del trato que les infligen sus superiores se amotinan y exigen paz y una amplia democratización de la vida pública. El emperador abdica y se proclama la república. Son años muy convulsos que presenciarán un enfrentamiento entre socialdemócratas y socialistas radicales, bajo la atenta mirada de un aparato militar, judicial y policial que no cree en la república. La fragilidad de los primeros gobiernos democráticos es palmaria. A la inestabilidad interna, se añaden las duras condiciones del tratado de Versalles. La debilidad de la república envalentonará a los sectores nacionalistas más virulentos que no cejarán en su empeño por destruirla. En este capítulo, intentaré iluminar la conexión entre las tensiones políticas y el desbocamiento de la inflación que alcanzarán su paroxismo en el verano y otoño de 1923, mientras tropas francesas y belgas ocupan la cuenca del Ruhr.
Asentada la república, gracias en parte a créditos norteamericanos, Alemania conoció un período de relativa calma y prosperidad. La Alemania de la segunda mitad de los años 20 es un país fascinado por la tecnología, encarnada ésta en la radio, el cine, el automóvil, la aviación y las nuevas técnicas de organización del trabajo importadas de Estados Unidos. El cuarto capítulo repasará las dos actitudes que alberga la sociedad con respecto al progreso tecnológico. Por un lado, existe una actitud humanista, representada por la propia constitución de Weimar y por vanguardias literarias y artísticas, para las que la tecnología es una fuerza que debe ser controlada para hacer la sociedad más habitable. Por otra parte, existe una actitud antagónica, para la que el historiador Jeffrey Herf ha acuñado la expresión “modernismo reaccionario”. De acuerdo con esta segunda actitud, filósofos y escritores profundamente conservadores entienden que la tecnología está animada por fuerzas vitales arrolladoras y que un pueblo sano debe dejarse llevar por estas fuerzas embriagadoras ignorando las restricciones que intentan imponer intelectuales racionalistas. El llamado “modernismo reaccionario” encontrará un eco favorable en sectores empresariales, médicos y militares hostiles al espíritu de Weimar.
El quinto capítulo se centrará en el colapso final de la república. Intentaré explicar cómo la crisis del 29, la contracción internacional del crédito y el funcionamiento del patrón-oro crearon un escenario muy desfavorable para los responsables de la política económica. En estas circunstancias, los más estrechos asesores del presidente Hindenburg, con el fin de sortear la oposición del parlamento, podrán en marcha una forma de gobierno mediante decretos de emergencia, que irá tomando un cariz cada vez más autoritario. De hecho, los intereses de empresarios, militares y políticos conservadores confluirán en el apoyo a una solución autoritaria para superar la crisis de la república.
Se puede decir que el abuso de los decretos de emergencia destruyó “decorosamente” la república. Cuando empleo el término “decoro”, me refiero a que el parlamento no se disolvió por la fuerza, no se dio un golpe de Estado clásico como el ensayado por funcionarios nacionalistas y unidades militares en marzo de 1920. Haber obrado así hubiera desencadenado una resistencia imprevisible entre amplias capas de la población. La táctica de destrucción de la democracia fue menos estruendosa. El procedimiento para neutralizar a la oposición socialista y comunista consistió en aplicar medidas pseudo-legales que daban apariencia de que la vida política seguía su curso normal. Sin embargo, al fracasar sus intentos por enderezar la situación económica, su apoyo popular, ya de por sí reducido, mermó cada vez más, de modo que las elites políticas de Alemania tuvieron que recurrir a un partido de masas para disponer de una base social relativamente sólida con la que llevar a cabo su proyecto de transformación completa del Estado.
Como veremos en el último capítulo, ni estas elites políticas ni los nazis tenían respuestas a la crisis de la modernidad que sacudió los cimientos de Europa en los años 30. Pero en algo sí fueron originales: en convertir la política en espectáculo militar de masas; espectáculo dirigido a galvanizar las pasiones. Sólo que, a medida que las pasiones se adormecían y la propia dinámica de la vida moderna amenazaba con poner al descubierto las contradicciones intrínsecas del régimen nazi, éste debía despertar continuamente pasiones más intensas entre la comunidad nacional (Volksgemeinschaft), que necesariamente culminaban en la agresión y la guerra.
[1] Nótese que de esta idea de soberanía popular no se deduce automáticamente un Estado de derecho democrático. Sólo indica que grupos ajenos al pueblo no pueden dictar los destinos de la nación. Prácticamente todos los dictadores del siglo XX se han arrogado el derecho de representar la voluntad popular.
Presentación del libro "La república de Weimar", tendrá lugar el próximo 17 de noviembre a las 19 hs. En la librería La Central y la editorial Los Libros de la Catarata, C/ Ronda de Atocha, 2, 28012 Madrid.
Intervendrán: Ángeles Diez Rodríguez, profesora del Dpto. de Cambio Social de la Facultad de CC. Políticas y Sociología de la UCM y César Roa Llamazares, autor del libro
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