Nora Ciapponi
Rebelión
Con Ricardo nos unió, a poco de conocernos, una mutua corriente de simpatía. De mi parte, seguramente, porque siempre me entusiasmó conocer a quienes por su personalidad y actividad se convierten en referentes para sectores de avanzada del movimiento obrero y popular. Y Ricardo, sin duda, lo es.
Yo no había tenido más que un conocimiento fugaz y limitado de su persona hasta que lo fui reconociendo a partir de su residencia definitiva en Argentina, a mediados de la década del 80, luego de finalizado su mandato de senador en el Perú.
No voy, por tanto, a relatar su apasionante trayectoria, porque yo como tantos otros lectores la conoceremos de primera mano, y en detalle, por él mismo.
Seguramente Ricardo me eligió para escribir uno de los prólogos (más allá del afecto que nos une), porque en este libro y bajo el subtítulo "El Morenismo: mi tercera experiencia en el movimiento trotskista" da cuenta de su pertenencia a la corriente en la que yo milité durante cuarenta años (1962-2002), habiendo compartido en las filas del Movimiento al Socialismo (MAS) y de la Liga Internacional de los Trabajadores-Cuarta Internacional (LIT-CI) diecisiete años de actividad con él. Años nada tranquilos por cierto, que lejos de parir revoluciones, produjeron virajes profundos en la lucha de clases del país y del mundo, no única pero esencialmente a partir de 1989-90. “Preparados” para otro devenir, y a partir de los duros golpes de la realidad, algunos compañeros nos fuimos convenciendo de que debíamos revisar viejos pronósticos y caminos recorridos, abriendo interrogantes y nuevas reflexiones, las que aun cruzadas por muchas confusiones, momentos traumáticos y muchos errores, fueron convirtiéndose –a través de un largo proceso– en mojones para la búsqueda de una nueva perspectiva militante.
Ricardo fue parte de este proceso de revisión crítica y búsqueda, en el que aportó, además de impulso, su experiencia y reflexiones.
Muchos de nosotros veníamos de décadas en las filas del trotskismo. En mi caso, ingresé a Palabra Obrera en Bahía Blanca, en 1962, luego de conocer fugazmente a los partidos Comunista y Socialista, y cuando estaba preparando mis valijas para trasladarme a Buenos Aires.
Con 19 años –y desde hacía un tiempo– sentía la fuerte necesidad de expresar activamente mi rebelión contra la injusticia, por transformar el mundo y mi propia vida, por lo que decidí despegar de mi familia y alejarme de una ciudad que lejos de sentirla como “mi” lugar la sufría como instrumento de opresión y asfixia. El trasfondo que urgía esa necesidad estaba acicateado, sin duda, por el triunfo de la revolución cubana, que venía a demostrar que mi sueño y el de millones de jóvenes latinoamericanos era posible de realizar.
De aquel fundamental paso dado, nunca me arrepentí. Por el contrario, tuve gran orgullo de ser trotskista, aún cuando eran épocas en las que identificarse como tal implicaba correr el riesgo de ser calificado de “agente de la CIA” y/o de peligroso “infiltrado” en las luchas y en los organismos de los trabajadores. Originadas en los partidos comunistas y en sus Estados burocráticos, estas prácticas descalificatorias para dirimir diferencias se extendieron, con matices y desigualdades, al conjunto de la izquierda mundial. La “verdad” estaba siempre, implacablemente, del lado de quienes detentaban el poder. Por tanto, nada se podía discutir.
Pocos sabían de qué se trataba cuando se hablaba de “trotskismo”, pero no importaba, porque el ataque surtía rápido efecto, sea porque anulaba la discusión sin más contemplaciones y/o porque bajo el rótulo se colocaba un pesado manto de sospechas sobre quien se atreviera a diferir políticamente. El supuesto “adversario” quedaba así a la defensiva, obligado una y otra vez a contar historias, buscando revalidar por esta vía la confianza que había sido magullada tras los ataques, tratando de explicar a quienes se dispusieran a escuchar quién era Trotsky, qué había ocurrido en la ahora ex URSS y qué queríamos los trotskistas. Sin duda, una pesada carga…
Ricardo supo de todo ello cuando no pertenecía a ninguna organización trotskista. Apoyando a la revolución cubana de manera incondicional y activa, se trasladó de Argentina a Cuba y luego, a instancias del propio Che, al Perú, con el objetivo de organizar a los militantes que cuestionaban la política de la dirección aprista (Apra Rebelde) y simpatizaban con la revolución cubana. En el Perú, durante un período, trabajó con Luis de la Puente Uceda e Hilda Gadea (primera esposa del Che) para construir el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR). La actividad conjunta se desarrolló hasta 1963, no exenta de intensos debates, luego de los cuales Ricardo terminó retirándose por la dinámica que se fue imponiendo en la organización, cada vez más comprometida con la concepción del foco guerrillero. Definir el lugar que debía ocupar la acción política y reivindicativa en el seno de los trabajadores y el campesinado; si la acción militar debía estar subordinada al trabajo político de masas o si por el contrario el centro de la acción debía centrarse en desplegar iniciativas por parte de una vanguardia, representaron algunos de los más importantes y apasionados debates de la época, los que no fueron propios de las organizaciones peruanas sino que abarcaron al conjunto de la izquierda latinoamericana a partir del triunfo de Cuba y especialmente por la orientación que sus dirigentes tuvieron al intentar impulsar la revolución a nivel continental.
Y aun cuando los partidos comunistas estuvieran más que “ausentes” de cualquier apoyo a los cubanos en esos días de gloria, cuando Ricardo se comprometiera con el MIR a seguir apoyando a las fuerzas guerrilleras que actuaban en el Perú, alentadas por el propio Che, y cuando decidió dejar el MIR por las diferencias que los separaban, conoció el boletín que con grandes titulares así lo despedía: ¡EL MIR zanja radicalmente con el trotskismo!, ¡Hemos aceptado la renuncia de Napurí!
Seguramente la postura de Ricardo respecto de la necesidad de tomar contacto con Hugo Blanco, reconocido trotskista y probado líder campesino de los valles de La Convención y Lares en el Cusco, colaboró a que Napurí se hiciera acreedor del latiguillo descalificatorio de la época.
Casi diez años más tarde Ricardo ingresaría a las filas de una de las corrientes internacionales del trotskismo, la llamada “lambertista” por el nombre de su dirigente francés, Pierre Lambert.
En ese interregno –que duró casi diez años (desde su retiro del MIR hasta el ingreso a la corriente trotskista lambertista)– Ricardo impulsó en el Perú la formación de Vanguardia Revolucionaria (VR), posiblemente una de las experiencias constructivas en la que se sintió plenamente involucrado y que con orgullo reivindica. Tal como lo relata, VR “fue un factor decisivo en la fundación de la Central Obrera en el Perú, de sindicatos obreros y campesinos, y en la codirección del movimiento estudiantil”. Cumpliendo con lo prometido, VR dio desde sus inicios plena solidaridad y apoyo a las acciones guerrilleras orientadas desde Cuba, recibiendo por ello la acusación de promotores de la insurrección urbana, por lo que algunos de sus militantes fueron reprimidos, puestos en prisión o deportados, entre ellos Ricardo.
Innegablemente, aquel período histórico exigía de quienes nos comprometíamos a luchar por una profunda revolución social una búsqueda dificultosa. Por un lado, evitar quedar prendidos de posturas sectarias y/o “gorilas” respecto del papel progresivo que cumplían los movimientos nacionalistas que recorrían el conjunto de América Latina. Por otro, ir más allá de los limitados objetivos de dichos movimientos sin caer en el marxismo oficial de los partidos comunistas, claramente dependientes de los soviéticos y siempre dispuestos a impulsar políticas conciliadoras y/o claramente reaccionarias.
El trotskismo, por tanto, representó una alternativa para quienes buscábamos una opción socialista independiente, tanto del nacionalismo como del llamado “socialismo real”. Tuvo así el innegable mérito de haber sostenido durante décadas –a pesar de implacables persecuciones y en obligada soledad– un firme hilo conductor de las luchas emancipatorias de la clase trabajadora mundial y del marxismo.
Tratando de establecer una clara divisoria de aguas con el Estado burocrático de la URSS y los partidos comunistas, luchó por impulsar la construcción de los organismos independientes de los obreros y los campesinos, única manera –al decir de Trotsky– que pudiera producirse una real transformación hacia el socialismo.
La confianza en la movilización popular, la necesidad de mantener una política independiente de partidos y gobiernos de la burguesía, así como el carácter y extensión de la revolución por la que luchábamos, fueron algunas de las sólidas ideas trotskistas que marcaron por décadas a miles de militantes.
Y aunque Cuba representó para mí una fuerte inspiración para el compromiso militante, siempre recuerdo la imagen de aquella hermosa figura humana que adelantándose a la multitud desplegaba todo su cuerpo para tirar una piedra contra la policía en las calles de Córdoba en 1969.
Fue el momento en que tuve la certeza, por primera vez, de que la clase trabajadora era capaz de unirse, de ganar las calles, de lograr el apoyo de la población, de construir barricadas y derrotar a la policía. ¡Y que no era cuento aquello de la unidad de los estudiantes y de los obreros!
Un año antes había sentido la misma intensa emoción al vivenciar otros dos hechos de la lucha de clases que marcaron profundamente a mi generación junto al triunfo de Vietnam: el mayo del ’68 en Francia que conmovió a toda Europa, y la rebelión del pueblo checoeslovaco contra la burocracia en agosto del mismo año. Ambas manifestaciones adquirirían para mí carácter simbólico, porque se confirmaban las predicciones trotskistas de lucha antiburocrática en los países dominados por la órbita soviética, a la par que se desarrollaba en Francia una profunda rebelión social y política, de denuncia frontal contra el sistema capitalista, haciendo que surgieran nuevos líderes provenientes no sólo del anarquismo sino también del trotskismo, dado el severo cuestionamiento que los estudiantes y los obreros franceses hacían al Partido Comunista por el pobre papel jugado en las memorables jornadas de aquel mayo. Una rebelión que fue mucho más allá de puntuales reivindicaciones y que cuestionó las raíces mismas de la alienación capitalista, logrando desplegar en lucha contra ella las más altas expresiones de arte colectivo en las calles, en las universidades y las fábricas, alejándose como llamaba a hacerlo el Che, de los “ladrillos soviéticos”, símbolos de las groseras concepciones “revolucionarias” que sólo veían objetivos meramente económicos y que poco tenían que ver con las ideas de Marx. “(…) Luchamos contra la miseria, pero al mismo tiempo contra la enajenación. (…) Si el comunismo pasa por alto los hechos de conciencia, podrá ser un método de reparto, pero no es ya una moral revolucionaria”, decía el Che en 1963.
Fueron estos cuestionamientos y la búsqueda de nuevos horizontes socialistas –de los que formó parte el trotskismo– lo que conmovió a millares de jóvenes del continente y del mundo. Fue el inicio de una radicalización en la que se exaltaban y llevaban a la práctica los más altos valores de igualdad, de solidaridad y de altruismo, lo que el Che había denominado la lucha por un “hombre nuevo” –en un sentido colectivo de humanidad– para un modelo de sociedad radicalmente antagónica a la civilización capitalista.
Y aunque esos tiempos se fueron, los sueños persisten. Todo –se dice en una canción– está guardado en la memoria, aunque no deberíamos hacerlo bajo cuatro llaves que impidan que lo intensamente vivido pueda y deba aparecer cada vez que sea necesario, una y otra vez, como fuente de alimento, de reflexión crítica y de búsqueda.
Por eso una historia tan intensa como la de Ricardo puede ser fuente de inspiración para las nuevas generaciones si la lectura de su libro sirve para que salgamos de una historia sesenta-setentista un tanto de moda, la que continúa exaltando los mismos métodos, estructuras organizativas, ideas y formas de lucha del pasado no sólo como válidas y únicas, sino peor, actuales. Deberíamos tratar de vernos a nosotros mismos y a las organizaciones a las que pertenecimos como sujetos, pero también productos de una época que necesita de reflexiones críticas colectivas sobre las distintas posturas y experiencias vividas, especialmente para que las nuevas generaciones puedan desbrozar, ensayar y descubrir los imprescindibles caminos a lo nuevo.
Finalmente, no es poco llegar a una larga vida útil como la de Ricardo, rodeado de viejos compañeros y amigos de lucha que lo quieren, respetan y acompañan. Fuimos los que tomando contacto entre nosotros (con la inestimable ayuda de su compañera Tita) quienes pusimos en movimiento la rueda que incluye a franceses, chilenos, peruanos, españoles, uruguayos o argentinos, para que la historia de vida de Ricardo pudiera, finalmente, editarse.
Esta voluntad, con todo lo que ella implica (edición en español y en francés) no “cayó del cielo”. Por el contrario, es adquirida. La supimos conseguir a través de nuestra propia historia en las organizaciones a las que pertenecimos, a las que aun viendo con una mirada retrospectiva crítica, pero siempre comprometidos, seguimos valorando profundamente. También humanamente.
Nora Ciapponi es militante socialista, autora de Los límites del trotskismo y de diversos artículos políticos. Actualmente integra el Frente Popular Darío Santillán.
Yo no había tenido más que un conocimiento fugaz y limitado de su persona hasta que lo fui reconociendo a partir de su residencia definitiva en Argentina, a mediados de la década del 80, luego de finalizado su mandato de senador en el Perú.
No voy, por tanto, a relatar su apasionante trayectoria, porque yo como tantos otros lectores la conoceremos de primera mano, y en detalle, por él mismo.
Seguramente Ricardo me eligió para escribir uno de los prólogos (más allá del afecto que nos une), porque en este libro y bajo el subtítulo "El Morenismo: mi tercera experiencia en el movimiento trotskista" da cuenta de su pertenencia a la corriente en la que yo milité durante cuarenta años (1962-2002), habiendo compartido en las filas del Movimiento al Socialismo (MAS) y de la Liga Internacional de los Trabajadores-Cuarta Internacional (LIT-CI) diecisiete años de actividad con él. Años nada tranquilos por cierto, que lejos de parir revoluciones, produjeron virajes profundos en la lucha de clases del país y del mundo, no única pero esencialmente a partir de 1989-90. “Preparados” para otro devenir, y a partir de los duros golpes de la realidad, algunos compañeros nos fuimos convenciendo de que debíamos revisar viejos pronósticos y caminos recorridos, abriendo interrogantes y nuevas reflexiones, las que aun cruzadas por muchas confusiones, momentos traumáticos y muchos errores, fueron convirtiéndose –a través de un largo proceso– en mojones para la búsqueda de una nueva perspectiva militante.
Ricardo fue parte de este proceso de revisión crítica y búsqueda, en el que aportó, además de impulso, su experiencia y reflexiones.
Muchos de nosotros veníamos de décadas en las filas del trotskismo. En mi caso, ingresé a Palabra Obrera en Bahía Blanca, en 1962, luego de conocer fugazmente a los partidos Comunista y Socialista, y cuando estaba preparando mis valijas para trasladarme a Buenos Aires.
Con 19 años –y desde hacía un tiempo– sentía la fuerte necesidad de expresar activamente mi rebelión contra la injusticia, por transformar el mundo y mi propia vida, por lo que decidí despegar de mi familia y alejarme de una ciudad que lejos de sentirla como “mi” lugar la sufría como instrumento de opresión y asfixia. El trasfondo que urgía esa necesidad estaba acicateado, sin duda, por el triunfo de la revolución cubana, que venía a demostrar que mi sueño y el de millones de jóvenes latinoamericanos era posible de realizar.
De aquel fundamental paso dado, nunca me arrepentí. Por el contrario, tuve gran orgullo de ser trotskista, aún cuando eran épocas en las que identificarse como tal implicaba correr el riesgo de ser calificado de “agente de la CIA” y/o de peligroso “infiltrado” en las luchas y en los organismos de los trabajadores. Originadas en los partidos comunistas y en sus Estados burocráticos, estas prácticas descalificatorias para dirimir diferencias se extendieron, con matices y desigualdades, al conjunto de la izquierda mundial. La “verdad” estaba siempre, implacablemente, del lado de quienes detentaban el poder. Por tanto, nada se podía discutir.
Pocos sabían de qué se trataba cuando se hablaba de “trotskismo”, pero no importaba, porque el ataque surtía rápido efecto, sea porque anulaba la discusión sin más contemplaciones y/o porque bajo el rótulo se colocaba un pesado manto de sospechas sobre quien se atreviera a diferir políticamente. El supuesto “adversario” quedaba así a la defensiva, obligado una y otra vez a contar historias, buscando revalidar por esta vía la confianza que había sido magullada tras los ataques, tratando de explicar a quienes se dispusieran a escuchar quién era Trotsky, qué había ocurrido en la ahora ex URSS y qué queríamos los trotskistas. Sin duda, una pesada carga…
Ricardo supo de todo ello cuando no pertenecía a ninguna organización trotskista. Apoyando a la revolución cubana de manera incondicional y activa, se trasladó de Argentina a Cuba y luego, a instancias del propio Che, al Perú, con el objetivo de organizar a los militantes que cuestionaban la política de la dirección aprista (Apra Rebelde) y simpatizaban con la revolución cubana. En el Perú, durante un período, trabajó con Luis de la Puente Uceda e Hilda Gadea (primera esposa del Che) para construir el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR). La actividad conjunta se desarrolló hasta 1963, no exenta de intensos debates, luego de los cuales Ricardo terminó retirándose por la dinámica que se fue imponiendo en la organización, cada vez más comprometida con la concepción del foco guerrillero. Definir el lugar que debía ocupar la acción política y reivindicativa en el seno de los trabajadores y el campesinado; si la acción militar debía estar subordinada al trabajo político de masas o si por el contrario el centro de la acción debía centrarse en desplegar iniciativas por parte de una vanguardia, representaron algunos de los más importantes y apasionados debates de la época, los que no fueron propios de las organizaciones peruanas sino que abarcaron al conjunto de la izquierda latinoamericana a partir del triunfo de Cuba y especialmente por la orientación que sus dirigentes tuvieron al intentar impulsar la revolución a nivel continental.
Y aun cuando los partidos comunistas estuvieran más que “ausentes” de cualquier apoyo a los cubanos en esos días de gloria, cuando Ricardo se comprometiera con el MIR a seguir apoyando a las fuerzas guerrilleras que actuaban en el Perú, alentadas por el propio Che, y cuando decidió dejar el MIR por las diferencias que los separaban, conoció el boletín que con grandes titulares así lo despedía: ¡EL MIR zanja radicalmente con el trotskismo!, ¡Hemos aceptado la renuncia de Napurí!
Seguramente la postura de Ricardo respecto de la necesidad de tomar contacto con Hugo Blanco, reconocido trotskista y probado líder campesino de los valles de La Convención y Lares en el Cusco, colaboró a que Napurí se hiciera acreedor del latiguillo descalificatorio de la época.
Casi diez años más tarde Ricardo ingresaría a las filas de una de las corrientes internacionales del trotskismo, la llamada “lambertista” por el nombre de su dirigente francés, Pierre Lambert.
En ese interregno –que duró casi diez años (desde su retiro del MIR hasta el ingreso a la corriente trotskista lambertista)– Ricardo impulsó en el Perú la formación de Vanguardia Revolucionaria (VR), posiblemente una de las experiencias constructivas en la que se sintió plenamente involucrado y que con orgullo reivindica. Tal como lo relata, VR “fue un factor decisivo en la fundación de la Central Obrera en el Perú, de sindicatos obreros y campesinos, y en la codirección del movimiento estudiantil”. Cumpliendo con lo prometido, VR dio desde sus inicios plena solidaridad y apoyo a las acciones guerrilleras orientadas desde Cuba, recibiendo por ello la acusación de promotores de la insurrección urbana, por lo que algunos de sus militantes fueron reprimidos, puestos en prisión o deportados, entre ellos Ricardo.
Innegablemente, aquel período histórico exigía de quienes nos comprometíamos a luchar por una profunda revolución social una búsqueda dificultosa. Por un lado, evitar quedar prendidos de posturas sectarias y/o “gorilas” respecto del papel progresivo que cumplían los movimientos nacionalistas que recorrían el conjunto de América Latina. Por otro, ir más allá de los limitados objetivos de dichos movimientos sin caer en el marxismo oficial de los partidos comunistas, claramente dependientes de los soviéticos y siempre dispuestos a impulsar políticas conciliadoras y/o claramente reaccionarias.
El trotskismo, por tanto, representó una alternativa para quienes buscábamos una opción socialista independiente, tanto del nacionalismo como del llamado “socialismo real”. Tuvo así el innegable mérito de haber sostenido durante décadas –a pesar de implacables persecuciones y en obligada soledad– un firme hilo conductor de las luchas emancipatorias de la clase trabajadora mundial y del marxismo.
Tratando de establecer una clara divisoria de aguas con el Estado burocrático de la URSS y los partidos comunistas, luchó por impulsar la construcción de los organismos independientes de los obreros y los campesinos, única manera –al decir de Trotsky– que pudiera producirse una real transformación hacia el socialismo.
La confianza en la movilización popular, la necesidad de mantener una política independiente de partidos y gobiernos de la burguesía, así como el carácter y extensión de la revolución por la que luchábamos, fueron algunas de las sólidas ideas trotskistas que marcaron por décadas a miles de militantes.
Y aunque Cuba representó para mí una fuerte inspiración para el compromiso militante, siempre recuerdo la imagen de aquella hermosa figura humana que adelantándose a la multitud desplegaba todo su cuerpo para tirar una piedra contra la policía en las calles de Córdoba en 1969.
Fue el momento en que tuve la certeza, por primera vez, de que la clase trabajadora era capaz de unirse, de ganar las calles, de lograr el apoyo de la población, de construir barricadas y derrotar a la policía. ¡Y que no era cuento aquello de la unidad de los estudiantes y de los obreros!
Un año antes había sentido la misma intensa emoción al vivenciar otros dos hechos de la lucha de clases que marcaron profundamente a mi generación junto al triunfo de Vietnam: el mayo del ’68 en Francia que conmovió a toda Europa, y la rebelión del pueblo checoeslovaco contra la burocracia en agosto del mismo año. Ambas manifestaciones adquirirían para mí carácter simbólico, porque se confirmaban las predicciones trotskistas de lucha antiburocrática en los países dominados por la órbita soviética, a la par que se desarrollaba en Francia una profunda rebelión social y política, de denuncia frontal contra el sistema capitalista, haciendo que surgieran nuevos líderes provenientes no sólo del anarquismo sino también del trotskismo, dado el severo cuestionamiento que los estudiantes y los obreros franceses hacían al Partido Comunista por el pobre papel jugado en las memorables jornadas de aquel mayo. Una rebelión que fue mucho más allá de puntuales reivindicaciones y que cuestionó las raíces mismas de la alienación capitalista, logrando desplegar en lucha contra ella las más altas expresiones de arte colectivo en las calles, en las universidades y las fábricas, alejándose como llamaba a hacerlo el Che, de los “ladrillos soviéticos”, símbolos de las groseras concepciones “revolucionarias” que sólo veían objetivos meramente económicos y que poco tenían que ver con las ideas de Marx. “(…) Luchamos contra la miseria, pero al mismo tiempo contra la enajenación. (…) Si el comunismo pasa por alto los hechos de conciencia, podrá ser un método de reparto, pero no es ya una moral revolucionaria”, decía el Che en 1963.
Fueron estos cuestionamientos y la búsqueda de nuevos horizontes socialistas –de los que formó parte el trotskismo– lo que conmovió a millares de jóvenes del continente y del mundo. Fue el inicio de una radicalización en la que se exaltaban y llevaban a la práctica los más altos valores de igualdad, de solidaridad y de altruismo, lo que el Che había denominado la lucha por un “hombre nuevo” –en un sentido colectivo de humanidad– para un modelo de sociedad radicalmente antagónica a la civilización capitalista.
Y aunque esos tiempos se fueron, los sueños persisten. Todo –se dice en una canción– está guardado en la memoria, aunque no deberíamos hacerlo bajo cuatro llaves que impidan que lo intensamente vivido pueda y deba aparecer cada vez que sea necesario, una y otra vez, como fuente de alimento, de reflexión crítica y de búsqueda.
Por eso una historia tan intensa como la de Ricardo puede ser fuente de inspiración para las nuevas generaciones si la lectura de su libro sirve para que salgamos de una historia sesenta-setentista un tanto de moda, la que continúa exaltando los mismos métodos, estructuras organizativas, ideas y formas de lucha del pasado no sólo como válidas y únicas, sino peor, actuales. Deberíamos tratar de vernos a nosotros mismos y a las organizaciones a las que pertenecimos como sujetos, pero también productos de una época que necesita de reflexiones críticas colectivas sobre las distintas posturas y experiencias vividas, especialmente para que las nuevas generaciones puedan desbrozar, ensayar y descubrir los imprescindibles caminos a lo nuevo.
Finalmente, no es poco llegar a una larga vida útil como la de Ricardo, rodeado de viejos compañeros y amigos de lucha que lo quieren, respetan y acompañan. Fuimos los que tomando contacto entre nosotros (con la inestimable ayuda de su compañera Tita) quienes pusimos en movimiento la rueda que incluye a franceses, chilenos, peruanos, españoles, uruguayos o argentinos, para que la historia de vida de Ricardo pudiera, finalmente, editarse.
Esta voluntad, con todo lo que ella implica (edición en español y en francés) no “cayó del cielo”. Por el contrario, es adquirida. La supimos conseguir a través de nuestra propia historia en las organizaciones a las que pertenecimos, a las que aun viendo con una mirada retrospectiva crítica, pero siempre comprometidos, seguimos valorando profundamente. También humanamente.
Nora Ciapponi es militante socialista, autora de Los límites del trotskismo y de diversos artículos políticos. Actualmente integra el Frente Popular Darío Santillán.
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