domingo, 14 de marzo de 2010

Palabra Pertinente

A propósito del libro Antropología, etnomarxismo y compromiso social de los antropólogos (Ocean Sur 2010), de Gilberto López y Rivas
Paul Hersch Martínez
Ocean Sur

Ante los graves momentos por los que atraviesa actualmente nuestro país, donde la trama misma de la sociedad se encuentra sometida a crecientes presiones económicas y políticas, el llamado a la reflexión respecto al papel de las ciencias sociales y las humanidades y al compromiso de quienes a ellas se dedican en México y en América Latina resulta sin duda pertinente. De ese llamado se ocupan los cuatro ensayos que componen la obra Antropología, etnomarxismo y compromiso social de los antropólogos (Editorial Ocean Sur, 2010), del profesor e investigador del INAH en Morelos, Gilberto López y Rivas. Hoy, antes de una estancia de trabajo de campo, tal vez más que nunca en los últimos años, el investigador ha de preguntarse por los medios y las condiciones para realizarla. De entrada, por las condiciones laborales de los participantes, cuando la planta de trabajadores académicos se encuentra estancada a pesar de la relevancia creciente de su trabajo, o por los recursos asignados a su tarea, valorada poco en algunos círculos gubernamentales, sino incluso por las condiciones mismas de seguridad, pues como bien reconocen algunos funcionarios, hay regiones enteras del país donde no solo es desaconsejable llevar a cabo indagaciones entre la población, sino hasta transitar. Digámoslo de manera extrema pero no del todo disparatada: nadie quiere hoy tropezarse con una hielera que contenga un par de cabezas cercenadas. Los momentos de prueba constituyen, para individuos y colectividades, oportunidades de definición que ponen de relieve sus características esenciales. Esa premisa vale a su vez para las entidades académicas y universitarias y sus actores sociales, y es que, ante los embates indiscutibles de la inseguridad, los índices de pobreza en aumento y la incertidumbre laboral; ante la desinformación sistemática proyectada por unos medios de comunicación que a menudo operan como medios de soporización, o ante los graves apremios ambientales, ¿de qué sirven hoy al país esas instituciones académicas? ¿Cómo podemos responder, desde ellas, desde el ámbito interno de cada individuo y desde su desempeño cotidiano ante los retos del México actual? No se ocupa López y Rivas de una mera disquisición ideológica o de presentar un discurso moralizante, sino de clarificar procesos desde un ejercicio de ubicación espacial y temporal. Porque al fin y al cabo se trata de una ubicación, de colocar en contexto un ejercicio profesional, de propiciar una reflexión necesaria. La lectura de los cuatro ensayos contenidos en el libro pone de manifiesto, para empezar, que el tema de la responsabilidad social de los antropólogos en particular y de los profesionistas en general, aun siendo de gran actualidad, no es un tema nuevo en México, pues tiene una dimensión histórica que el autor proporciona. La pregunta por la pertinencia de las ciencias sociales y las humanidades y por la responsabilidad política de quienes se dedican a ellas ha sido formulada antes en nuestro país, y su respuesta ha sido explorada previamente con lucidez, pero la historia de nuestras disciplinas, o buena parte de su historia reciente es poco conocida incluso entre profesionales graduados. Una ciencia social que no se pregunta por su propia pertinencia social y que tampoco parte del referente de su propia historia, constituye una contradicción. Y en ese sentido, López y Rivas alude centralmente en su primer ensayo a un texto que sin duda sigue siendo de gran actualidad: el documento fundacional del Consejo Latinoamericano de Apoyo a las Luchas Indígenas (CLALI), generado en 1984, hoy de aconsejable lectura, porque contextualiza la realidad etnográfica y la reflexión sobre la diversidad cultural en el marco de una realidad social más amplia. El origen colonial de la antropología y el reto de abandonar la mera propensión a inventariar al otro y sus costumbres —en nuestro caso, a menudo al indígena y su mundo—, el reto de trascender la explicable fascinación hacia lo exótico, el desafío de superar el folclorismo para reconocer la dinámica social de los seres humanos y sus colectividades, son tendencias que han sido descritas y analizadas, pero no han sido del todo superadas. El racismo y la exclusión que éste conlleva continúan en nuestra sociedad, aunque se les presente a veces con un ropaje de “tolerancia” o condescendencia. De ahí la necesidad de preguntarse por el impacto de la disciplina justamente en las realidades sociales y en los conjuntos de población de las que se ocupa. Pero además, la inclusión progresiva de nuevos temas y problemas de estudio, de nuevos derroteros de indagación en la antropología, demanda hoy miradas y métodos que —lejos de tomar a los procesos como cosas o de descontextualizar las temáticas—, hagan un esfuerzo por incorporar de manera concreta, en los protocolos mismos de investigación, los rubros de reciprocidad y de pertinencia social de las investigaciones, y el sentido de éstas como aportadoras de insumos para las políticas públicas. Hoy sigue siendo pertinente investigar, tomar el tiempo de otras personas y el propio, pero para con ello ocuparse de los grandes problemas de las colectividades y los individuos y así explorar y fundamentar recomendaciones, ante la grave crisis que hoy constatamos, relativa a la toma inconsciente de decisiones políticas que resultan a menudo cuestionables desde el interés de las poblaciones, decisiones que afectan a esas colectividades y a los individuos que las componen. Y es que las políticas públicas demandan información de calidad, y a su vez, orientación de calidad. Han sido ya muchos años de delegar decisiones fundamentales que afectan a nuestra sociedad, a diverso nivel, en sujetos y grupos de poder carentes no sólo de sensibilidad social y de criterio, sino de información objetiva. Y en este entorno, es preciso estar en guardia permanente ante la perspectiva de una academia que vive mirándose el ombligo, encerrada en el laberinto de las prioridades puestas en las trayectorias personales y que discurre en circuitos ajenos a los problemas cotidianos de la población. Por ello, el texto que comentamos resulta pertinente.La crisis que estamos atravesando es en parte una crisis severa en la calidad de las políticas públicas, carentes del concurso de unas ciencias sociales y de unas humanidades integradas a la política. Problemas de relevancia colectiva pero que se expresan concretamente en la vida de los individuos, problemas de índole laboral, ambiental, educativa o sanitaria, no siempre se abordan con el método y la rigurosidad que ameritan, ni su análisis riguroso, cuando lo hay, nutre los movimientos sociales y los procesos de toma de decisiones. Estos problemas son materia prioritaria de atención y sin embargo, a menudo, se soslayan porque remiten a condiciones estructurales: que nacen de un entramado, del esqueleto que no se puede ver, pero que mantiene la forma de las cosas tal como son. La articulación entre las investigaciones generadas por las instituciones académicas y las políticas públicas es aún, en muchos casos, solamente una buena idea. Las instituciones académicas velan poco por hacer valer sus productos más allá de su propio circuito, y sin embargo, la elección misma de temas y problemas de investigación, incluidas las investigaciones que son parte de la formación universitaria, sin duda ha de enriquecerse al expandirse el sentido social del trabajo académico, que mucho tiene que aportar hoy a nuestro país. Hoy es preciso proveerse de las preguntas oportunas y esenciales que son el nodo mismo de la producción del investigador. Preguntarnos con tino es nuestra responsabilidad. Y en la formulación de las preguntas interviene no una motivación ideológica que puede ser inconsciente, ni sólo una determinada convicción política, sino una sensibilidad social. Con otras palabras, López y Rivas conmina con su libro a salir del circuito cerrado y autocomplaciente de una ciencia social limitada e intrascendente, ocupada de sí misma, pero no de su impacto ante los graves temas y problemas actuales del país, de América Latina y del mundo todo. Un elemento general de la obra es el ejercicio de memoria y a su vez el rescate del etnomarxismo, del cual poco se habla en nuestros días, a pesar de su pertinencia actual. Otro elemento a resaltar del texto es la actualización que brinda respecto al papel de la antropología en un marco actual de transnacionalización globalizadora, donde, a pesar de los discursos de globalización y apertura, unos son los globalizadores y otros los globalizados, y una es la globalización del capital y otra, la falta de globalización real de las oportunidades básicas para todo el mundo. Esto es, la globalización del trabajo digno, la globalización de la justicia, o la globalización de las oportunidades educativas y lúdicas de calidad. Y es que los grandes cambios habidos en los dos últimos decenios han generado una constelación de situaciones que deben de ser abordadas por las ciencias sociales de una manera crítica y a su vez propositiva. Estimulante a diversos niveles, la obra de López y Rivas orilla a explorar con detenimiento varias de sus fuentes, empezando por el citado documento fundacional del Consejo Latinoamericano de Apoyo a las Luchas Indígenas (CLALI). Destaca el autor las aportaciones del etnomarxismo en su crítica al marxismo reduccionista, vinculado con el pensamiento gramsciano que desde el propio marxismo y muchos años antes de que se acuñara el término de etnomarxismo, planteó la dinámica entre culturas a partir de su propia condición de italiano proveniente de un territorio periférico de Italia, la isla de Cerdeña. Uno de los aspectos centrales que es preciso resaltar en la obra de López y Rivas es la atinada crítica hecha hace ya más de un cuarto de siglo, a una perspectiva que no ha sido superada, que es la visión de las etnias como independientes de los procesos clasistas, desconexión que hoy vemos evidente en muchas de las iniciativas que se ocupan, por ejemplo, de la interculturalidad, y recurren a dicho término soslayando el conflicto social, económico y político que enmarca las relaciones interétnicas, situación hoy evidente en el campo de las iniciativas de reconocimiento y valoración de la etnomedicina y de la denominada “medicina tradicional”, que ponen el énfasis en un eje de modernidad-tradición sin reparar en las tensiones sociales inherentes a los mecanismos de innovación y de herencia que se manejan como si lo étnico se encontrase al margen de la dinámica de clases; dicho de otra forma, en énfasis en la dinámica de la diversidad cultural sin considerar la creciente desigualdad social imperante, pues reconocerla implica entrar al campo de las condiciones estructurales subyacentes, las cuales rebasan la dinámica étnica, pero la enmarcan. A su vez, resulta atinada la reflexión del autor al subrayar la estratégica recuperación del pasado, de la memoria histórica, que adquiere sentido y eficacia política en cuanto se relaciona con un presente insatisfactorio, injusto y opresivo. Esta observación, que da pie a reconocer que la dimensión histórica de los procesos forma parte ineludible de la investigación antropológica, se enlaza con el hecho ya puesto en relieve, de que lo étnico no es independiente, incompatible ni antitético con lo clasista. No es menos necesario reconocer, como lo hace la obra, que la solución de la problemática étnica requiere de la acción política de los indígenas y no la aplicación de políticas indigenistas: en ese sentido, para derivar eso en una temática concreta, por ejemplo, la solución de los retos que implica la etnomedicina y la etnobotánica demanda la participación de los actores sociales implicados en los temas y problemas que ocupan a esas disciplinas, y no, como se plantea a veces de manera simplista, el establecimiento de políticas de reivindicación étnica sin el concurso político de los supuestos “reivindicados”. Si lo étnico no sólo es compatible sino dependiente de los procesos de clase, es evidente que lo etnomédico es compatible y además dependiente de esos procesos de clase determinantes en el campo de la salud y la enfermedad. El texto permite una lectura equilibrada que implica no soslayar la dimensión de clase ni soslayar la dimensión étnico-cultural, ya presente en los aportes gramscianos de su momento: sin duda, como se afirma en el trabajo, “en el desarrollo de la nación moderna, los sujetos actuantes no son sólo los constituidos por las clases sociales sino también, dentro de las mismas, los agrupados en torno a las identidades de diversa naturaleza, como las etnias, los grupos de edad, el género y otros”. Cabe señalar finalmente que el texto de López y Rivas, de lectura accesible, y de fundamentada documentación, es una obra que debe ser leída por todo estudiante de ciencias sociales y por todo joven antropólogo, para que pondere la dimensión trascendente de la disciplina en la que se está metiendo y para que se pregunte acerca de su propia responsabilidad respecto a los grandes problemas actuales. Publicado originalmente en El Tlacuache – La Jornada Morelos,número 406, (7 de marzo de 2010)http://www.oceansur.com/news/palabra-pertinente/

jueves, 11 de marzo de 2010

Tercera piel

la última obra de Ramón Fernández Durán sobre las repercusiones sociales y psicológicas de las nuevas tecnologías
Editorial Virus
Rebelión

El siglo XX va a ser testigo de un cambio espectacular: la conquista de las sociedades humanas por la imagen, y la creciente supeditación a ésta del texto escrito y el sonido (voz y música), creando una verdadera «realidad virtual». Esta transformación se produce en el marco de la expansión del capitalismo a escala global, posibilitada y enormemente reforzada por la creación de la llamada Tercera Piel o infoesfera (radio, televisión, Internet...). El desarrollo de la Tercera Piel favorece el desplazamiento de las preocupaciones humanas hacia el espacio de lo virtual, ocultando el deterioro del espacio real, la Segunda Piel, donde residimos físicamente, y trastocando la comprensión del funcionamiento de la sociedad en la que habitamos.
La televisión llega hoy en día a más del 80% de la población mundial, ayudando a configurar una verdadera «Aldea Global». Allí donde en muchas ocasiones no llega el agua, llega la tele. La irrupción de los medios de comunicación de masas, y sobre todo de la televisión, ha impulsado el desarrollo de la Sociedad de Consumo (mediante la constante generación de nuevas y falsas necesidades) y, además, ha permitido crear las condiciones para proyectar fuera de los espacios centrales los valores urbano-metropolitanos, propiciando una capacidad de imposición mundial sin precedentes de los valores e intereses dominantes de Occidente.
Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTIC) asimismo han posibilitado la creación de un capitalismo mundial cada vez más internacionalizado y corporativo, dominado sobre todo por su dimensión monetario-financiera, que opera non-stop, veinticuatro horas al día, y que impone la dictadura del presente, un «tiempo real» único y universal, como el valor del dinero, que desbanca los tiempos, las economías y las culturas locales, provocando el retroceso intelectual y humano de las sociedades tecnológicamente avanzadas.
Tercera piel. Sociedad de la imagen y conquista del alma
Ramón Fernández Durán
ISBN 978-84-92559-19-0 80 páginas 5 euros Más información: http://www.viruseditorial.net

martes, 2 de marzo de 2010

Prólogo al libro "Pensar América Latina. Crónicas autobiográficas de un militante revolucionario" de Ricardo Napurí

Un libro que es una fuente de inspiración para las nuevas generaciones
Nora Ciapponi
Rebelión

Con Ricardo nos unió, a poco de conocernos, una mutua corriente de simpatía. De mi parte, seguramente, porque siempre me entusiasmó conocer a quienes por su personalidad y actividad se convierten en referentes para sectores de avanzada del movimiento obrero y popular. Y Ricardo, sin duda, lo es.
Yo no había tenido más que un conocimiento fugaz y limitado de su persona hasta que lo fui reconociendo a partir de su residencia definitiva en Argentina, a mediados de la década del 80, luego de finalizado su mandato de senador en el Perú.
No voy, por tanto, a relatar su apasionante trayectoria, porque yo como tantos otros lectores la conoceremos de primera mano, y en detalle, por él mismo.
Seguramente Ricardo me eligió para escribir uno de los prólogos (más allá del afecto que nos une), porque en este libro y bajo el subtítulo "El Morenismo: mi tercera experiencia en el movimiento trotskista" da cuenta de su pertenencia a la corriente en la que yo milité durante cuarenta años (1962-2002), habiendo compartido en las filas del Movimiento al Socialismo (MAS) y de la Liga Internacional de los Trabajadores-Cuarta Internacional (LIT-CI) diecisiete años de actividad con él. Años nada tranquilos por cierto, que lejos de parir revoluciones, produjeron virajes profundos en la lucha de clases del país y del mundo, no única pero esencialmente a partir de 1989-90. “Preparados” para otro devenir, y a partir de los duros golpes de la realidad, algunos compañeros nos fuimos convenciendo de que debíamos revisar viejos pronósticos y caminos recorridos, abriendo interrogantes y nuevas reflexiones, las que aun cruzadas por muchas confusiones, momentos traumáticos y muchos errores, fueron convirtiéndose –a través de un largo proceso– en mojones para la búsqueda de una nueva perspectiva militante.

Ricardo fue parte de este proceso de revisión crítica y búsqueda, en el que aportó, además de impulso, su experiencia y reflexiones.

Muchos de nosotros veníamos de décadas en las filas del trotskismo. En mi caso, ingresé a Palabra Obrera en Bahía Blanca, en 1962, luego de conocer fugazmente a los partidos Comunista y Socialista, y cuando estaba preparando mis valijas para trasladarme a Buenos Aires.
Con 19 años –y desde hacía un tiempo– sentía la fuerte necesidad de expresar activamente mi rebelión contra la injusticia, por transformar el mundo y mi propia vida, por lo que decidí despegar de mi familia y alejarme de una ciudad que lejos de sentirla como “mi” lugar la sufría como instrumento de opresión y asfixia. El trasfondo que urgía esa necesidad estaba acicateado, sin duda, por el triunfo de la revolución cubana, que venía a demostrar que mi sueño y el de millones de jóvenes latinoamericanos era posible de realizar.

De aquel fundamental paso dado, nunca me arrepentí. Por el contrario, tuve gran orgullo de ser trotskista, aún cuando eran épocas en las que identificarse como tal implicaba correr el riesgo de ser calificado de “agente de la CIA” y/o de peligroso “infiltrado” en las luchas y en los organismos de los trabajadores. Originadas en los partidos comunistas y en sus Estados burocráticos, estas prácticas descalificatorias para dirimir diferencias se extendieron, con matices y desigualdades, al conjunto de la izquierda mundial. La “verdad” estaba siempre, implacablemente, del lado de quienes detentaban el poder. Por tanto, nada se podía discutir.

Pocos sabían de qué se trataba cuando se hablaba de “trotskismo”, pero no importaba, porque el ataque surtía rápido efecto, sea porque anulaba la discusión sin más contemplaciones y/o porque bajo el rótulo se colocaba un pesado manto de sospechas sobre quien se atreviera a diferir políticamente. El supuesto “adversario” quedaba así a la defensiva, obligado una y otra vez a contar historias, buscando revalidar por esta vía la confianza que había sido magullada tras los ataques, tratando de explicar a quienes se dispusieran a escuchar quién era Trotsky, qué había ocurrido en la ahora ex URSS y qué queríamos los trotskistas. Sin duda, una pesada carga…

Ricardo supo de todo ello cuando no pertenecía a ninguna organización trotskista. Apoyando a la revolución cubana de manera incondicional y activa, se trasladó de Argentina a Cuba y luego, a instancias del propio Che, al Perú, con el objetivo de organizar a los militantes que cuestionaban la política de la dirección aprista (Apra Rebelde) y simpatizaban con la revolución cubana. En el Perú, durante un período, trabajó con Luis de la Puente Uceda e Hilda Gadea (primera esposa del Che) para construir el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR). La actividad conjunta se desarrolló hasta 1963, no exenta de intensos debates, luego de los cuales Ricardo terminó retirándose por la dinámica que se fue imponiendo en la organización, cada vez más comprometida con la concepción del foco guerrillero. Definir el lugar que debía ocupar la acción política y reivindicativa en el seno de los trabajadores y el campesinado; si la acción militar debía estar subordinada al trabajo político de masas o si por el contrario el centro de la acción debía centrarse en desplegar iniciativas por parte de una vanguardia, representaron algunos de los más importantes y apasionados debates de la época, los que no fueron propios de las organizaciones peruanas sino que abarcaron al conjunto de la izquierda latinoamericana a partir del triunfo de Cuba y especialmente por la orientación que sus dirigentes tuvieron al intentar impulsar la revolución a nivel continental.

Y aun cuando los partidos comunistas estuvieran más que “ausentes” de cualquier apoyo a los cubanos en esos días de gloria, cuando Ricardo se comprometiera con el MIR a seguir apoyando a las fuerzas guerrilleras que actuaban en el Perú, alentadas por el propio Che, y cuando decidió dejar el MIR por las diferencias que los separaban, conoció el boletín que con grandes titulares así lo despedía: ¡EL MIR zanja radicalmente con el trotskismo!, ¡Hemos aceptado la renuncia de Napurí!

Seguramente la postura de Ricardo respecto de la necesidad de tomar contacto con Hugo Blanco, reconocido trotskista y probado líder campesino de los valles de La Convención y Lares en el Cusco, colaboró a que Napurí se hiciera acreedor del latiguillo descalificatorio de la época.
Casi diez años más tarde Ricardo ingresaría a las filas de una de las corrientes internacionales del trotskismo, la llamada “lambertista” por el nombre de su dirigente francés, Pierre Lambert.

En ese interregno –que duró casi diez años (desde su retiro del MIR hasta el ingreso a la corriente trotskista lambertista)– Ricardo impulsó en el Perú la formación de Vanguardia Revolucionaria (VR), posiblemente una de las experiencias constructivas en la que se sintió plenamente involucrado y que con orgullo reivindica. Tal como lo relata, VR “fue un factor decisivo en la fundación de la Central Obrera en el Perú, de sindicatos obreros y campesinos, y en la codirección del movimiento estudiantil”. Cumpliendo con lo prometido, VR dio desde sus inicios plena solidaridad y apoyo a las acciones guerrilleras orientadas desde Cuba, recibiendo por ello la acusación de promotores de la insurrección urbana, por lo que algunos de sus militantes fueron reprimidos, puestos en prisión o deportados, entre ellos Ricardo.

Innegablemente, aquel período histórico exigía de quienes nos comprometíamos a luchar por una profunda revolución social una búsqueda dificultosa. Por un lado, evitar quedar prendidos de posturas sectarias y/o “gorilas” respecto del papel progresivo que cumplían los movimientos nacionalistas que recorrían el conjunto de América Latina. Por otro, ir más allá de los limitados objetivos de dichos movimientos sin caer en el marxismo oficial de los partidos comunistas, claramente dependientes de los soviéticos y siempre dispuestos a impulsar políticas conciliadoras y/o claramente reaccionarias.

El trotskismo, por tanto, representó una alternativa para quienes buscábamos una opción socialista independiente, tanto del nacionalismo como del llamado “socialismo real”. Tuvo así el innegable mérito de haber sostenido durante décadas –a pesar de implacables persecuciones y en obligada soledad– un firme hilo conductor de las luchas emancipatorias de la clase trabajadora mundial y del marxismo.
Tratando de establecer una clara divisoria de aguas con el Estado burocrático de la URSS y los partidos comunistas, luchó por impulsar la construcción de los organismos independientes de los obreros y los campesinos, única manera –al decir de Trotsky– que pudiera producirse una real transformación hacia el socialismo.

La confianza en la movilización popular, la necesidad de mantener una política independiente de partidos y gobiernos de la burguesía, así como el carácter y extensión de la revolución por la que luchábamos, fueron algunas de las sólidas ideas trotskistas que marcaron por décadas a miles de militantes.

Y aunque Cuba representó para mí una fuerte inspiración para el compromiso militante, siempre recuerdo la imagen de aquella hermosa figura humana que adelantándose a la multitud desplegaba todo su cuerpo para tirar una piedra contra la policía en las calles de Córdoba en 1969.
Fue el momento en que tuve la certeza, por primera vez, de que la clase trabajadora era capaz de unirse, de ganar las calles, de lograr el apoyo de la población, de construir barricadas y derrotar a la policía. ¡Y que no era cuento aquello de la unidad de los estudiantes y de los obreros!

Un año antes había sentido la misma intensa emoción al vivenciar otros dos hechos de la lucha de clases que marcaron profundamente a mi generación junto al triunfo de Vietnam: el mayo del ’68 en Francia que conmovió a toda Europa, y la rebelión del pueblo checoeslovaco contra la burocracia en agosto del mismo año. Ambas manifestaciones adquirirían para mí carácter simbólico, porque se confirmaban las predicciones trotskistas de lucha antiburocrática en los países dominados por la órbita soviética, a la par que se desarrollaba en Francia una profunda rebelión social y política, de denuncia frontal contra el sistema capitalista, haciendo que surgieran nuevos líderes provenientes no sólo del anarquismo sino también del trotskismo, dado el severo cuestionamiento que los estudiantes y los obreros franceses hacían al Partido Comunista por el pobre papel jugado en las memorables jornadas de aquel mayo. Una rebelión que fue mucho más allá de puntuales reivindicaciones y que cuestionó las raíces mismas de la alienación capitalista, logrando desplegar en lucha contra ella las más altas expresiones de arte colectivo en las calles, en las universidades y las fábricas, alejándose como llamaba a hacerlo el Che, de los “ladrillos soviéticos”, símbolos de las groseras concepciones “revolucionarias” que sólo veían objetivos meramente económicos y que poco tenían que ver con las ideas de Marx. “(…) Luchamos contra la miseria, pero al mismo tiempo contra la enajenación. (…) Si el comunismo pasa por alto los hechos de conciencia, podrá ser un método de reparto, pero no es ya una moral revolucionaria”, decía el Che en 1963.

Fueron estos cuestionamientos y la búsqueda de nuevos horizontes socialistas –de los que formó parte el trotskismo– lo que conmovió a millares de jóvenes del continente y del mundo. Fue el inicio de una radicalización en la que se exaltaban y llevaban a la práctica los más altos valores de igualdad, de solidaridad y de altruismo, lo que el Che había denominado la lucha por un “hombre nuevo” –en un sentido colectivo de humanidad– para un modelo de sociedad radicalmente antagónica a la civilización capitalista.

Y aunque esos tiempos se fueron, los sueños persisten. Todo –se dice en una canción– está guardado en la memoria, aunque no deberíamos hacerlo bajo cuatro llaves que impidan que lo intensamente vivido pueda y deba aparecer cada vez que sea necesario, una y otra vez, como fuente de alimento, de reflexión crítica y de búsqueda.

Por eso una historia tan intensa como la de Ricardo puede ser fuente de inspiración para las nuevas generaciones si la lectura de su libro sirve para que salgamos de una historia sesenta-setentista un tanto de moda, la que continúa exaltando los mismos métodos, estructuras organizativas, ideas y formas de lucha del pasado no sólo como válidas y únicas, sino peor, actuales. Deberíamos tratar de vernos a nosotros mismos y a las organizaciones a las que pertenecimos como sujetos, pero también productos de una época que necesita de reflexiones críticas colectivas sobre las distintas posturas y experiencias vividas, especialmente para que las nuevas generaciones puedan desbrozar, ensayar y descubrir los imprescindibles caminos a lo nuevo.

Finalmente, no es poco llegar a una larga vida útil como la de Ricardo, rodeado de viejos compañeros y amigos de lucha que lo quieren, respetan y acompañan. Fuimos los que tomando contacto entre nosotros (con la inestimable ayuda de su compañera Tita) quienes pusimos en movimiento la rueda que incluye a franceses, chilenos, peruanos, españoles, uruguayos o argentinos, para que la historia de vida de Ricardo pudiera, finalmente, editarse.

Esta voluntad, con todo lo que ella implica (edición en español y en francés) no “cayó del cielo”. Por el contrario, es adquirida. La supimos conseguir a través de nuestra propia historia en las organizaciones a las que pertenecimos, a las que aun viendo con una mirada retrospectiva crítica, pero siempre comprometidos, seguimos valorando profundamente. También humanamente.

Nora Ciapponi es militante socialista, autora de Los límites del trotskismo y de diversos artículos políticos. Actualmente integra el Frente Popular Darío Santillán.

lunes, 1 de marzo de 2010

La revolución negra

Novedad editorial sobre Haití
Guillermo Nova
La República

Lo que empezó siendo una rebelión de esclavos que luchaban por su libertad se transformó en una guerra por la independencia que derrotó al poderoso ejército de Napoleón Bonaparte, convirtiendo a Saint-Domingue en Haití naciendo la primera nación políticamente independiente de América Latina.
En 1776 Haití generaba más beneficios a Francia que las colonias norteamericanas a Inglaterra, recibía más barcos que el puerto de Marsella y era el mayor productor mundial de café, ron y algodón.
La colonia francesa formaba parte de un triángulo comercial, en las costas del Golfo de Guinea los europeos cambiaban mercancías manufacturadas por personas, luego vendían a los africanos en el Caribe y finalmente llevaban a Europa azúcar, la miseria esclavista fue motor del desarrollo industrial europeo, el subdesarrollo antillano ayudó a la acumulación de riquezas del capitalismo.
El libro La Revolución negra de la argentina María Isabel Grau, publicado por la editorial latinoamericana Ocean Sur, cuando poco se hablaba y menos sabíamos del país más pobre del continente, explica bien todo el proceso
Pasó el tiempo pero no las prácticas, en 1994 desde Washington y apadrinado por Bill Clinton, Aristide fue instalado en el gobierno pero no en el poder, como buen alumno siguió todas las enseñanzas, privatizó y el desempleo llegó a superar el setenta por ciento de la población, siguió las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional y la miseria se hizo más profunda.
Aplicando las políticas neoliberales unos pocos acumularon riquezas y los muchos terminaron por no tener nada, sin industria y destruida la agricultura, los haitianos sólo tenían como salida laboral el narcotráfico, como hábito la corrupción en el gobierno y como futuro la emigración.
Al caos que generaron las políticas de la escuela de Chicago hubo que ponerle disciplina, para ello las potencias extranjeras invadieron el país y con el paraguas de la ONU, una misión con un presupuesto de más de 500 millones de dólares anuales aseguró el desorden que garantizaba el sometimiento y la explotación de los haitianos.
Cuando sucedió el terremoto Cuba ya estaba allí, con un misión médica que en silencio trabajaba lejos de los focos de la televisión, cuando todos los países se marchen del país y la cobertura de los medio de comunicación termine, los médicos cubanos seguirán allí trabajando salvando vidas, porque como Martí con los pobres de la tierra quieren su suerte echar.
María Isabel Grau, La revolución negra, Ocean Sur, 2009.