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Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
La última persona de la que esperaríamos un comentario en contra del acuerdo de Google Books con el Gremio de Escritores estadounidense (Authors Guild), ese pacto que permitirá acceder en formato digital al contenido de millones de los denominados «libros huérfanos» , es el profesor de derecho de Harvard y defensor de la gratuidad de la cultura Lawrence Lessig. En un extenso artículo publicado en The New Republic califica al acuerdo de «senda hacia la locura» que resultará «asfixiante desde el punto de vista cultural», pero no por las razones que podríamos imaginar.
Lessig cree que el problema no reside tanto en el acuerdo mismo, ni en Google, como en la ley de propiedad intelectual. Pero después de haberse sumergido en la complicada jerga de las 165 páginas del acuerdo, cree más que nunca en la necesidad de revisar la ley de propiedad intelectual para adaptarla a la era de Internet (un tema que ya ha abordado anteriormente ). Veamos lo esencial del asunto, en sus propias palabras:
El acuerdo construye un mundo en el que se puede ejercer el control en el plano de la página, y quizá incluso de la cita. Es un mundo en el que se pueden cobrar derechos por cada bit, por cada palabra publicada. Es lo contrario del viejo eslogan sobre la energía nuclear: como sale tan barato medirlas, se miden todas las minucias. Empezamos a vender el acceso al conocimiento como vendemos el acceso a una sala de cine, a una tienda de golosinas o a un estadio de béisbol. No creamos bibliotecas digitales, sino librerías digitales: un Barnes & Noble sin Starbucks.
Lessig teme que, al descomponer los libros en partes sujetas a derechos de propiedad intelectual, vayamos a encontrarnos con el mismo problema que tenemos hoy día con el cine. Aduce el ejemplo de los documentales que, en ocasiones, son casi imposibles de restaurar o preservar en formato digital porque hay que volver a adquirir los derechos de cada una de las canciones y fragmentos de metraje de archivo. Es producto de la modalidad de contrato de derechos que acabó por ser norma en el cine, donde cada elemento integrante de una película ostenta sus propios derechos a perpetuidad, lo que dificulta aún más la tarea de convertirla a formato digital o transmitirla como bien de la cultura común. Hasta ahora, los libros se consideran en su mayoría como una única obra.
Sin embargo, el lenguaje del acuerdo de Google Books amenaza con descomponer los libros en una suma de elementos. El resultado es que uno podría estar leyendo un fragmento de un libro de medicina en su iPhone en la sala de espera de un hospital para tratar de averiguar qué le pasa a su hijo, como hizo Lessig, y descubrir que no aparece una imagen o una gráfica fundamental porque está sujeta a un contrato de derechos distinto. Como señala Lessig,
en las bibliotecas de verdad, en el espacio físico, el acceso no se mide en páginas (o ilustraciones de páginas). El acceso se mide en libros (o revistas, CD o DVD).
El asunto no consiste tanto en que Lessig crea que el alcance del acuerdo de Google sea malo. En realidad, concede a Google cierto respaldo para el acuerdo, que compensa el acceso gratuito al 20 por ciento incluso de obras sujetas a derechos. (Google ha aducido con vehemencia que el acuerdo es bueno para autores y público por igual, y quiere modificarlo lo menos posible ). Lessig escribe:
El acuerdo contiene muchos aspectos loables. Los pleitos son caros y de resultado incierto. Tardan años en resolverse. La solución con la que dio Google garantizaba al público mayor acceso a contenidos gratuitos de lo que habría producido el «uso honesto». El 20 por ciento es mejor que retazos aislados, y un mecanismo que canalice el dinero hacia los autores va a agradar mucho más que otro que no lo haga.
Pero sienta un mal precedente sobre el modo en que entendemos los derechos de propiedad intelectual sobre obras digitales. Debemos sopesarlos, como hacemos siempre, con el derecho a acceder y transmitir nuestra cultura. Lessig califica el acuerdo de senda hacia la locura porque teme que nos predisponga a convertir el consumo de cultura en «un acontecimiento regulado por ley».
Cuando mandamos a nuestros hijos a una biblioteca para que redacten un artículo de investigación no queremos que accedan sólo al 20 por ciento de cada uno de los libros que necesiten consultar. Queremos que puedan leerlos enteros. Y no queremos que lean sólo los libros por los que otros piensan que estarían dispuestos a pagar para acceder. Queremos que curioseen a fondo: que exploren, que se maravillen, que planteen preguntas... del mismo modo, por ejemplo, que la gente explora, se maravilla y plantea preguntas cuando utiliza Google o la Wikipedia. Vivíamos en una cultura en la que gran parte de la vida cultural proliferaba y se compartía sin que casi ninguno de nosotros hubiera llamado nunca a un abogado especializado en propiedad intelectual.
Estamos a punto de alterar ese pasado, y de forma radical. Y la premisa para ese cambio es un elemento accidental de la arquitectura de la ley de propiedad intelectual: que regula el uso de las copias. En el mundo físico, esa arquitectura significa que la ley regula un conjunto limitado de posibles usos de una obra sujeta a derechos de propiedad intelectual. En el mundo digital, esa misma arquitectura significa que la ley lo regula todo, pues cada uso individual de una creación en el espacio digital constituye una copia. Por tanto, insiste el abogado, cada uno de los usos debe estar autorizado de algún modo. Hasta la digitalización de un libro con el propósito de generar un índice (una acción esencial en el caso de Google Books) hace estallar la ley de propiedad intelectual, ya que la propia digitalización arroja una copia.
Y lo que eso significa, o así lo temo, es que estamos a punto de transformar los libros en documentales de cine. La estructura legal que ahora tenemos en mente para acceder a los libros es aún más compleja que la estructura legal de que disponemos para acceder a películas. O, dicho más llanamente: estamos a punto de convertir el acceso a nuestra cultura en un acontecimiento regulado por ley, con mucha necesidad de abogados y autorizaciones, lo que sin duda representará una carga incluso para obras relativamente populares. O, dicho de otra forma más: estamos a punto de cometer un error cultural catastrófico.
Sencillamente, regular la utilización de copias es absurdo en un mundo digital en el que cada fragmento de contenido se compone de bits, ya que es preciso copiar esos mismos bits para que se puedan consumir o compartir. No existe equivalente digital alguno de la biblioteca o la librería de viejo, en las que se puede conservar la cultura y cualquiera puede acceder a ella. El acuerdo de Google Books contiene cláusulas específicas para bibliotecas y universidades, pero Lessig nos advierte de que no confiemos en que «las empresas privadas (y las entidades de gestión y recaudación pseudo-monopolistas) vayan a conceder favores especiales». Por el contrario, propone algo más radical y de mucho mayor alcance: revisar a fondo la ley de propiedad intelectual, de tal modo que incluya la obligatoriedad de registrar quién es propietario de qué (para facilitar la localización de los titulares de derechos y poder pedirles permiso para utilizar una obra) y contemple la protección de la obra en su conjunto, y no de sus elementos constitutivos.
«Una vez que una obra está acabada -escribe-, debemos reconocer que tiene entidad propia en el seno de nuestra cultura.» Si se autoriza una vez a utilizar una canción en una película o una ilustración en un libro, al cabo de un periodo de tiempo (él propone 14 años), el titular de los derechos de cualquiera de esos fragmentos no debería poder «ejercer el control sobre la totalidad». Y por lo que se refiere al sistema de registro, propone que lo gestionen empresas privadas, de forma muy parecida a como se gestionan hoy día el registro de dominios de Internet, donde las normas para hacerlo están establecidas por la ley. Sería a los titulares de los derechos a quienes correspondería registrarla y, en caso de que no lo hicieran, sus obras ingresarían en el dominio público.
Son propuestas extremadamente razonables que, estoy seguro, los grupos de presión del ámbito de la propiedad intelectual criticarán enérgicamente. Pero es preciso que este debate se produzca y Lessig nos proporciona un buen punto de partida. ¿Cómo modificaría usted la ley de propiedad intelectual para la era digital?
Lawrence Lessig
Lawrence Lessig es profesor de derecho de la Escuela de Derecho de Stanford y fundador del Center for Internet and Society que alberga. Antes de incorporarse a la plantilla de Stanford fue profesor Berkman de derecho de la Escuela de Derecho de Harvard y profesor de la... Más
Google
Google ofrece principalmente servicios de búsqueda y publicidad, que conjuntamente van encaminados a organizar y monetarizar la información del mundo. Además de dar acceso a su motor de búsqueda principal, suministra infinidad de herramientas y plataformas, entre las que se incluyen sus productos más populares... Más
Información suministrada por CrunchBase
Fuente: http://www.techcrunch.com/2010/01/26/lessig_calls_google_book_settlement_a_path_to_insanity/Texto relacionado:El gobierno se opone a acuerdo editorial de Google en EEUU
Lessig cree que el problema no reside tanto en el acuerdo mismo, ni en Google, como en la ley de propiedad intelectual. Pero después de haberse sumergido en la complicada jerga de las 165 páginas del acuerdo, cree más que nunca en la necesidad de revisar la ley de propiedad intelectual para adaptarla a la era de Internet (un tema que ya ha abordado anteriormente ). Veamos lo esencial del asunto, en sus propias palabras:
El acuerdo construye un mundo en el que se puede ejercer el control en el plano de la página, y quizá incluso de la cita. Es un mundo en el que se pueden cobrar derechos por cada bit, por cada palabra publicada. Es lo contrario del viejo eslogan sobre la energía nuclear: como sale tan barato medirlas, se miden todas las minucias. Empezamos a vender el acceso al conocimiento como vendemos el acceso a una sala de cine, a una tienda de golosinas o a un estadio de béisbol. No creamos bibliotecas digitales, sino librerías digitales: un Barnes & Noble sin Starbucks.
Lessig teme que, al descomponer los libros en partes sujetas a derechos de propiedad intelectual, vayamos a encontrarnos con el mismo problema que tenemos hoy día con el cine. Aduce el ejemplo de los documentales que, en ocasiones, son casi imposibles de restaurar o preservar en formato digital porque hay que volver a adquirir los derechos de cada una de las canciones y fragmentos de metraje de archivo. Es producto de la modalidad de contrato de derechos que acabó por ser norma en el cine, donde cada elemento integrante de una película ostenta sus propios derechos a perpetuidad, lo que dificulta aún más la tarea de convertirla a formato digital o transmitirla como bien de la cultura común. Hasta ahora, los libros se consideran en su mayoría como una única obra.
Sin embargo, el lenguaje del acuerdo de Google Books amenaza con descomponer los libros en una suma de elementos. El resultado es que uno podría estar leyendo un fragmento de un libro de medicina en su iPhone en la sala de espera de un hospital para tratar de averiguar qué le pasa a su hijo, como hizo Lessig, y descubrir que no aparece una imagen o una gráfica fundamental porque está sujeta a un contrato de derechos distinto. Como señala Lessig,
en las bibliotecas de verdad, en el espacio físico, el acceso no se mide en páginas (o ilustraciones de páginas). El acceso se mide en libros (o revistas, CD o DVD).
El asunto no consiste tanto en que Lessig crea que el alcance del acuerdo de Google sea malo. En realidad, concede a Google cierto respaldo para el acuerdo, que compensa el acceso gratuito al 20 por ciento incluso de obras sujetas a derechos. (Google ha aducido con vehemencia que el acuerdo es bueno para autores y público por igual, y quiere modificarlo lo menos posible ). Lessig escribe:
El acuerdo contiene muchos aspectos loables. Los pleitos son caros y de resultado incierto. Tardan años en resolverse. La solución con la que dio Google garantizaba al público mayor acceso a contenidos gratuitos de lo que habría producido el «uso honesto». El 20 por ciento es mejor que retazos aislados, y un mecanismo que canalice el dinero hacia los autores va a agradar mucho más que otro que no lo haga.
Pero sienta un mal precedente sobre el modo en que entendemos los derechos de propiedad intelectual sobre obras digitales. Debemos sopesarlos, como hacemos siempre, con el derecho a acceder y transmitir nuestra cultura. Lessig califica el acuerdo de senda hacia la locura porque teme que nos predisponga a convertir el consumo de cultura en «un acontecimiento regulado por ley».
Cuando mandamos a nuestros hijos a una biblioteca para que redacten un artículo de investigación no queremos que accedan sólo al 20 por ciento de cada uno de los libros que necesiten consultar. Queremos que puedan leerlos enteros. Y no queremos que lean sólo los libros por los que otros piensan que estarían dispuestos a pagar para acceder. Queremos que curioseen a fondo: que exploren, que se maravillen, que planteen preguntas... del mismo modo, por ejemplo, que la gente explora, se maravilla y plantea preguntas cuando utiliza Google o la Wikipedia. Vivíamos en una cultura en la que gran parte de la vida cultural proliferaba y se compartía sin que casi ninguno de nosotros hubiera llamado nunca a un abogado especializado en propiedad intelectual.
Estamos a punto de alterar ese pasado, y de forma radical. Y la premisa para ese cambio es un elemento accidental de la arquitectura de la ley de propiedad intelectual: que regula el uso de las copias. En el mundo físico, esa arquitectura significa que la ley regula un conjunto limitado de posibles usos de una obra sujeta a derechos de propiedad intelectual. En el mundo digital, esa misma arquitectura significa que la ley lo regula todo, pues cada uso individual de una creación en el espacio digital constituye una copia. Por tanto, insiste el abogado, cada uno de los usos debe estar autorizado de algún modo. Hasta la digitalización de un libro con el propósito de generar un índice (una acción esencial en el caso de Google Books) hace estallar la ley de propiedad intelectual, ya que la propia digitalización arroja una copia.
Y lo que eso significa, o así lo temo, es que estamos a punto de transformar los libros en documentales de cine. La estructura legal que ahora tenemos en mente para acceder a los libros es aún más compleja que la estructura legal de que disponemos para acceder a películas. O, dicho más llanamente: estamos a punto de convertir el acceso a nuestra cultura en un acontecimiento regulado por ley, con mucha necesidad de abogados y autorizaciones, lo que sin duda representará una carga incluso para obras relativamente populares. O, dicho de otra forma más: estamos a punto de cometer un error cultural catastrófico.
Sencillamente, regular la utilización de copias es absurdo en un mundo digital en el que cada fragmento de contenido se compone de bits, ya que es preciso copiar esos mismos bits para que se puedan consumir o compartir. No existe equivalente digital alguno de la biblioteca o la librería de viejo, en las que se puede conservar la cultura y cualquiera puede acceder a ella. El acuerdo de Google Books contiene cláusulas específicas para bibliotecas y universidades, pero Lessig nos advierte de que no confiemos en que «las empresas privadas (y las entidades de gestión y recaudación pseudo-monopolistas) vayan a conceder favores especiales». Por el contrario, propone algo más radical y de mucho mayor alcance: revisar a fondo la ley de propiedad intelectual, de tal modo que incluya la obligatoriedad de registrar quién es propietario de qué (para facilitar la localización de los titulares de derechos y poder pedirles permiso para utilizar una obra) y contemple la protección de la obra en su conjunto, y no de sus elementos constitutivos.
«Una vez que una obra está acabada -escribe-, debemos reconocer que tiene entidad propia en el seno de nuestra cultura.» Si se autoriza una vez a utilizar una canción en una película o una ilustración en un libro, al cabo de un periodo de tiempo (él propone 14 años), el titular de los derechos de cualquiera de esos fragmentos no debería poder «ejercer el control sobre la totalidad». Y por lo que se refiere al sistema de registro, propone que lo gestionen empresas privadas, de forma muy parecida a como se gestionan hoy día el registro de dominios de Internet, donde las normas para hacerlo están establecidas por la ley. Sería a los titulares de los derechos a quienes correspondería registrarla y, en caso de que no lo hicieran, sus obras ingresarían en el dominio público.
Son propuestas extremadamente razonables que, estoy seguro, los grupos de presión del ámbito de la propiedad intelectual criticarán enérgicamente. Pero es preciso que este debate se produzca y Lessig nos proporciona un buen punto de partida. ¿Cómo modificaría usted la ley de propiedad intelectual para la era digital?
Lawrence Lessig
Lawrence Lessig es profesor de derecho de la Escuela de Derecho de Stanford y fundador del Center for Internet and Society que alberga. Antes de incorporarse a la plantilla de Stanford fue profesor Berkman de derecho de la Escuela de Derecho de Harvard y profesor de la... Más
Google ofrece principalmente servicios de búsqueda y publicidad, que conjuntamente van encaminados a organizar y monetarizar la información del mundo. Además de dar acceso a su motor de búsqueda principal, suministra infinidad de herramientas y plataformas, entre las que se incluyen sus productos más populares... Más
Información suministrada por CrunchBase
Fuente: http://www.techcrunch.com/2010/01/26/lessig_calls_google_book_settlement_a_path_to_insanity/Texto relacionado:El gobierno se opone a acuerdo editorial de Google en EEUU
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