jueves, 23 de septiembre de 2010

Carlos Fernández Liria y Luis Alegre publican El orden de El Capital. Por qué seguir leyendo a Marx

23-09-2010
Prólogo del libro
Santiago Alba Rico
Rebelion

La editorial Akal acaba de publicar El orden de El capital. Por qué seguir leyendo a Marx de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero. La obra es una relectura de los tres libros de El Capital que pretende, al mismo tiempo, mostrar por qué necesitamos ahora más que nunca de la obra de Marx. Se trata de un libro voluminoso (656 páginas), pero de muy fácil lectura, que se propone poder ser entendido por cualquiera. Presentamos aquí el prólogo de Santiago Alba Rico, un texto muy explicativo sobre el largo recorrido que ha conducido a esta publicación.
Prólogo
Decía Chesterton que “el pueblo nunca puede rebelarse si no es conservador, al menos lo bastante como para haber conservado alguna razón para rebelarse”.
Esto es más cierto aún si de lo que se trata es de rebelarse contra el capitalismo. Benjamin comparó el mundo capitalista con un tren sin frenos que rodaba hacia el abismo. Y en lugar de imaginar la revolución socialista bajo el potente aspecto de una locomotora (como tantas veces se había hecho ya), la comparó con el freno de emergencia. La objeción más definitiva que el ser humano puede hacerle a la economía capitalista es que no es capaz de detener, ni siquiera de ralentizar, la marcha. La humanidad ha emprendido un viaje que no tiene estaciones. Incluso los revolucionarios más insensatos han tenido que rendirse a la evidencia de que es imposible competir en velocidad con el capitalismo. Ya en 1848, Marx constataba cómo la economía capitalista había logrado que todo lo sólido se disolviese en el aire. En el año 2010 sabemos hasta qué punto es así. En palabras de Carlos Fernández Liria, “el capitalismo ha atacado este planeta por tierra, mar y aire. Ha reventado el subsuelo terrestre con pruebas nucleares, ha abierto un agujero de ozono en la estratosfera y llenado de misiles las galaxias. Ha desquiciado el código genético de las semillas y ha cubierto de brea los océanos”.
Tras apoderarse del mercado del arte y obligar a la belleza a cotizar en bolsa, el capitalismo ha decidido incluso mover de su sitio los glaciares. Esas montañas de hielo habían sido elegidas por Kant como ejemplificación de lo sublime. Lo sublime es aquello que viene demasiado grande a nuestra imaginación, aquello que la imaginación intenta recorrer en vano, experimentando el fracaso de su esfuerzo. Pero lo que es inmenso para la imaginación de los hombres, es pequeño para el capitalismo. Como es sabido, dos glaciares de los Andes chilenos están siendo removidos y desviados para que una compañía estadounidense propiedad de la familia Bush explote unos yacimientos mineros.
En su ofensiva contra todo lo existente, el capitalismo ha deglutido no sólo seres humanos y recursos materiales sino también ese patrimonio inmaterial sin el cual la reproducción misma de la humanidad es imposible: el conocimiento. “Recientemente -nos dice Fernández Liria-, el capitalismo ha extendido su ofensiva planetaria y ha decidido conquistar también el mundo inteligible, asaltando la Universidad y poniéndola al servicio de los intereses del mercado. Nada comparable, de todos modos, a la hazaña de mantener a la mitad de la población mundial viviendo con menos de dos dólares diarios, mientras que las 84 mayores fortunas personales suman una cifra equivalente al producto interior bruto de China y sus 1200 millones de habitantes. Al hilo de la crisis económica, mientras en el verano de 2009 la patronal española exigía a los sindicatos el despido gratis (el libre hacía tiempo ya que existía), el presidente del BBVA blindaba su sueldo con una indemnización de 93,7 millones de euros. Así pues, en su gesta por los confines del surrealismo, el capitalismo no ha permitido al ser humano conservar ni tan siquiera el sentido común.”
Este panorama no deja mucho lugar a dudas. Pero no siempre se vio tan claro. Los revolucionarios comunistas y anarquistas cayeron a menudo en el error de intentar competir en velocidad y eficiencia con el capitalismo. En realidad, pensaban con acierto que el capitalismo era una traba para el desarrollo humano que el propio capitalismo había contribuido a posibilitar. Lo que no se entendió tan claramente es que el capitalismo no imponía esa traba con un freno, sino con un acelerador. Por eso, el capitalismo deja atrás, al mismo tiempo, aquello que hay que conservar a cualquier precio y aquello que es irrenunciable potenciar.
El capitalismo frena acelerando. Por el camino, como ya señalara el Manifiesto Comunista, ha dado al traste con todo lo que supuestamente había de sagrado e inamovible en la vida humana, desde la vida familiar al tejido cultural o religioso. El capitalismo, sin duda, ha dañado en su misma raíz la consistencia antropológica más elemental. Pero esto no supone necesariamente una calamidad, porque en esa consistencia también van incluidas –como Marx sabía muy bien- las servidumbres humanas más abyectas, como el patriarcado o la tiranía religiosa. Más allá de esa servidumbre, tenemos una oportunidad para aprender a vivir -como nos aconsejaba Aristóteles y siempre gusta de recordar el propio Carlos Fernández Liria- no como los mortales que somos sino en tanto que seres racionales capaces de inmortalizarse en las obras de la libertad.
Ahora bien, es esta posibilidad del desarrollo humano la que el capitalismo impide absolutamente. Las obras de la razón –decía Husserl- no pertenecen al tiempo, sino a la eternidad. En todo caso, no se acomodan fácilmente a los requerimientos temporales y mucho menos al ritmo vertiginoso de la aceleración capitalista. Y sin embargo, son irrenunciables. Los hombres, decía Kant, por mucho que amen la vida, aman más aquello que hace a la vida digna de ser vivida. Entre todo aquello que merece ser conservado y por lo que merece la pena rebelarse, no hay nada más irrenunciable que la dignidad. Y con ella, aquello que la hace posible, la libertad; y aquello que ella exige a este mundo, la justicia.
Es fácil reconocer aquí el anhelo que impulsó a tantos y tantos revolucionarios en los dos últimos siglos. Ahora bien, el corpus doctrinal del marxismo tenía enormes dificultades para anclar ahí su concepción del “hombre nuevo” que se proponía forjar políticamente. Pues una vida política a la altura de las exigencias de la razón no era, en definitiva, más que aquello que las grandes revoluciones burguesas habían llamado “ciudadanía”. No era, después de todo, sino el modelo de ser humano que la Ilustración había considerado irrenunciable. Bien poca cosa para una teoría dialéctica de la historia que exigía avanzar mucho más allá del mundo burgués y que pretendía ser más veloz incluso que el capitalismo hasta acabar adelantándolo en los cauces del devenir histórico. De este modo, lo que el capitalismo frustraba y mutilaba, el marxismo se empeñaba en dejarlo bien atrás, como antiguallas destinadas a ser sepultadas por la corriente imparable de la historia. La paradoja fue que el patriarcado o la religión –sufriendo sin duda grandes modificaciones- demostraron tener una insólita capacidad de adaptación al curso siempre cambiante del capital mientras que lo que sucumbía era precisamente el pensamiento de la Ilustración, la única columna vertebral posible de todo proyecto político republicano. En su lugar, el marxismo se empeñó en descubrir la pólvora, inventando un hombre más nuevo que el ciudadano y un derecho más legítimo que el Derecho. Como trágicos resultados podemos citar, por ejemplo, el culto a la personalidad de Stalin o la revolución cultural maoísta.
Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero llevan años alertando de este desastre teórico y procurando sentar las bases para una reconciliación del marxismo con la tradición republicana de la Ilustración. Sus últimas publicaciones no han dejado de insistir en que si hay algo que el capitalismo convierte en imposible es precisamente el proyecto político de la Ilustración, lo que solemos expresar bajo la idea de una democracia en “estado de derecho” o bajo el “imperio de la Ley”. Y que si algún motivo nos da el capitalismo para rebelarnos contra él es precisamente el de haber frustrado este proyecto político y el de hacerlo cada día más impracticable. De entre todo aquello que merece ser conservado, nada lo merece tanto como la dignidad. Y el hombre no encuentra la dignidad de su existencia más que viviendo políticamente en libertad. Por eso, entre todos los futuros posibles por los que merece la pena luchar, nada es más irrenunciable que la idea de una república en la que los legislados sean a la vez legisladores, es decir, una sociedad de hombres libres e iguales, una comunidad de ciudadanos.
Pero esta reivindicación de la Ilustración desde el marxismo, hundía sus raíces, mientras tanto, en un trabajo interminable sobre la obra de Marx que solo ahora puede salir a la luz. Este libro estaba supuestamente terminado en el verano de 1999, cuando CFL me anunció que había firmado un contrato con Akal para su inmediata publicación. Ello era el resultado de un proyecto que se había convertido en una obsesión desde los tiempos en los que juntos habíamos publicado Dejar de Pensar y Volver a pensar, empeñándonos en reivindicar el marxismo justo cuando, en el corazón de los años ochenta, todo parecía venirse abajo para esta tradición. Teníamos que explicar en definitiva que había tantas razones para seguir leyendo a Marx como razones había para seguir combatiendo el capitalismo. Es difícil discutir hasta qué punto los tiempos nos han dado, desdichadamente, la razón.
Sin embargo, el volumen sobre El capital que CFL había preparado en 1999 –y para el que me había pedido que escribiera precisamente el presente prólogo-, iba a tener que esperar aún otros diez años de gestación. CFL suele contar que, justo cuando lo tenía listo para la edición, un alumno suyo llamado Luis Alegre Zahonero descubrió un pequeño hilo suelto en su argumentación y, tirando de él, el libro entero se deshizo en mil retales que había que volver a componer. El problema era, además, que para componerlo, había que emprender una discusión precisamente en el terreno en el que Marx no paró toda su vida de moverse: el mundo de la economía. Ni a CFL, ni a LAZ ni a mí nos resultaba fácil emprender esa tarea sin ayuda. Pero precisamente en ese año 1999, en el marco de las primeras movilizaciones estudiantiles contra la mercantilización de la Universidad, Luis Alegre comenzó a trabajar estrechamente con Economía Alternativa (grupo estudiantil muy activo que se había formado con profesores como Xabier Arrizabalo, Diego Guerrero o Enrique Palazuelos). De este grupo, por cierto, han surgido economistas extraordinarios (como Bibiana Medialdea, Nacho Álvarez o Ricardo Molero) cuyo enfoque les hace objeto de un fuego cruzado: por un lado, de la economía ortodoxa y, por otro, de los defensores del concepto más dogmático de valor que les acusan de no estar haciendo “economía marxista”. No sin buenas razones, LAZ repite con frecuencia que este libro es en gran medida una defensa del derecho a considerar estrictamente marxista el enfoque de una investigación como la que se recoge en Ajuste y salario (Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2009). En cualquier caso, tras una interminable correspondencia entre CFL y LAZ, decidieron reemprender juntos la redacción del libro.
El problema había surgido en torno al concepto de “precio de producción”, pero afectaba a la interpretación del orden interno de todo El Capital. El lector lo comprobará más adelante, al avanzar en el libro que tiene entre sus manos. Hay un momento muy inquietante en el Libro III, en el que Marx nos dice que si las mercancías se vendieran a sus valores, quedaría abolido todo el sistema de la producción capitalista, de manera que puede interpretarse que la teoría del valor resulta incompatible con lo que ocurre en la realidad. Lo de menos es que Marx vaya a demostrar, quizás, que esto solo ocurre “en apariencia”, porque, en el fondo, la teoría del valor sigue cumpliéndose de todos modos. Lo inquietante es que Marx diga a continuación que si del hecho demostrado de que “las mercancías no se venden a sus valores” hubiera que concluir “que la teoría del valor es falsa”, resulta que la conclusión no sería que la teoría del valor es falsa, sino que el capitalismo es incomprensible.
Aunque el lector no esté aún familiarizado con estas nociones y carezca del instrumental teórico para comprender lo que estamos diciendo, es fácil que se haga cargo de que esta forma de argumentar tiene algo de extravagante. Lo mismo ocurre en otro pasaje inquietante: justo en el momento en que acaba de demostrar que la tasa de ganancia tiende a igualarse para todos los sectores con independencia de lo intensivos que sean en mano de obra y todo hace pensar que la fuente del plusvalor ya no es el trabajo y que, por consiguiente, la teoría del valor deja de cumplirse, lo que concluye Marx es que, si esto fuera así (y lo inquietante es que acaba de demostrar que es así), “desaparecería todo fundamento racional para la economía política”.
Es decir: de lo que Marx está más firmemente convencido es de que sin teoría del valor no hay posibilidad de entender nada. Si los hechos demuestran que la teoría del valor es falsa, no es que la teoría sea falsa, sino que la realidad es incomprensible.
Como es sabido, hoy todo el mundo en economía está convencido de que la teoría del valor es falsa (o por lo menos inútil). Es fácil demostrar que es así, se dice a menudo. Lo verdaderamente desasosegante ante esta situación es imaginar a Marx diciendo más o menos lo siguiente: de acuerdo, pero que conste que, si acabarais por demostrar que la teoría del valor es falsa, lo que estaríais demostrando más bien es que vuestra ciencia no es más que una estafa.
¿Por qué, entonces, Marx está tan seguro de que no se puede renunciar a la teoría del valor incluso cuando acaba de demostrar él mismo que la teoría del valor no se cumple? ¿Será que en el fondo sí se cumple? ¿Será que es posible encontrar la ley de transformación de valores en precios? Este fue el camino que siguió la tradición marxista con el famoso problema de la transformación. En resumen, las mercancías se venden a un precio que es proporcional al capital invertido. Sin embargo, la teoría del valor exige que los precios sean proporcionales a la cantidad de trabajo que ha intervenido en su fabricación. A partir de aquí la tradición marxista aún no ha cesado de intentar encontrar un procedimiento capaz de transformar los valores en precios, en una dialéctica que normalmente juega con lo que ocurre “en apariencia” y lo que ocurre “en el fondo”. En este género de argucias teóricas –esencia/apariencia, fondo/superficie, forma/contenido, etc.- se han escondido a menudo auténticos trucos de prestidigitación que permitían al marxismo decir lo mismo y lo contrario al mismo tiempo con tan solo sacarse de la manga dos (o tres) niveles de análisis. Ataviados de lógica dialéctica, estos recursos se convirtieron en una continua estafa científica.
Este libro reserva una buena sorpresa al respecto. Lo que sus autores vienen a demostrar es que el problema que estaba en juego en esa tozudez marxiana por ligar la economía a la teoría del valor no tenía que ver con el asunto de que ésta se “cumpliera” o no se “cumpliera” en la determinación de los precios. Tenía que ver, más bien, con la delimitación del objeto de estudio de la Economía y, en concreto, con la forma en la que hay que pensar la articulación entre Mercado y Capital, por una parte, y entre Derecho, Ciudadanía y Capital, por otra. Por decirlo rápidamente: que la cosa tenía que ver, más bien, con el problema de cómo se articulaban Ilustración y Capitalismo en esa realidad a la que llamamos sociedad moderna.
Es decir, puede ser perfectamente falso que el valor-trabajo sea el determinante último de los precios, sin que, por eso, la teoría del valor tenga que ser rechazada. Pues podría ocurrir muy bien que la determinación de los precios no fuera ni mucho menos aquello para lo que la teoría del valor resulta imprescindible. Podría ocurrir muy bien que lo que se jugara en ella fuera más bien la posibilidad de constituir un objeto científico propio para la economía política, de tal modo que sin ella la Economía misma se convirtiera en una estafa. Una cosa es que te falten las soluciones y otra que te falten las preguntas. Y podría ocurrir que la Economía no pudiera sino plantear mal todas las preguntas sin una previa aclaración sobre la relación entre Mercado, Capital y Ciudadanía, es decir, sin una comprensión clara de la articulación de esa sociedad, la sociedad moderna, cuya “ley económica fundamental” trata Marx de esclarecer.
Desde luego este no es el camino habitual por el que ha transitado la resolución del problema. Pero, en realidad, tampoco es el camino habitual por el que ha transitado la tradición marxista en general, pues, como ya hemos señalado, el diálogo con la Ilustración siempre quedó supeditado a la acusación vertida sobre el derecho burgués (y después, también, sobre la ciencia “burguesa”, la moral “burguesa”, la filosofía “burguesa”, etc.). Hablando con CFL, a menudo lo hemos comentado: sería, desde luego, una extraña casualidad que nosotros hubiéramos acertado a ver claro respecto de un problema en el que han zozobrado mentes muy lúcidas, tanto en economía como en filosofía. Sería, desde luego, altamente improbable semejante agudeza o penetración. Ahora bien, esta arrogante pretensión queda notablemente amortiguada si se atiende a algunas circunstancias importantes.
El problema de la transformación entre valores y precios –o lo que es lo mismo, el problema de la compatibilidad entre el Libro I y el III de El Capital o, en definitiva, el problema de la consistencia interna de esta obra- ha torturado a los mejores estudiosos y empantanado centenares de libros de los mejores economistas. Pero, quizás, lo que hay que explicar es, precisamente, el motivo de tanto reiterado naufragio. Tanta zozobra podría perfectamente explicarse si la discusión se hubiera planteado en unas circunstancias en las que era imposible atisbar la situación; no, desde luego, porque faltara inteligencia o los tiempos no estuvieran maduros para ello, sino, porque sencillamente había algún armatoste o algún trasto viejo taponando la salida. Por decirlo rápidamente: el corpus teórico del marxismo impedía entender sin prejuicios, por ejemplo, la obra de Kant. En general, impedía un diálogo con el pensamiento de la Ilustración como el que, sin embargo, han emprendido en Cataluña algunos autores ligados a la revista Sin Permiso, como Joan Tafalla, Antoni Domènech o Joaquín Miras, o en Francia, Florence Gauthier.
CFL me decía que la suerte ha consistido en estar colocado en el sitio adecuado y en el momento adecuado: “al leer el Libro III de El Capital, uno se da cuenta de que está situado en un sitio mejor para entenderlo que incluso aquél en el que estaba colocado Marx para comprenderse a sí mismo. Hemos tenido un instrumento teórico que la tradición marxista no tenía, porque era imposible en su época. Que tampoco tenían los economistas, porque es imposible en su ámbito, y que tampoco tenía Marx. ¿Cuál? Bueno, hemos tenido una buena interpretación de Kant a nuestra disposición. Lo mismo que de Sócrates, Platón o Galileo. En general, hemos tenido a nuestra disposición una interpretación de la historia de la filosofía con la que la tradición marxista nunca pudo contar. En eso ha tenido mucho que ver la obra de Felipe Martínez Marzoa o los cursos de María José Callejo. Es posible que algo se deba a la lectura heideggeriana de la historia de la filosofía. Pero no porque Heidegger sea muy importante aquí sino porque lo que esa lectura tenía de bueno es que era, al menos, una lectura. ¡Y es que la tradición marxista jamás había leído bien a Platón, Kant o Husserl, porque ni siquiera había llegado a leerlo mal! En cualquier caso, no había entendido gran cosa. Por otra parte, la tradición marxista, con su desprecio por el pensamiento ‘burgués’, había tirado a la basura todo el pensamiento de la Ilustración, que se remontaba a Sócrates o a Platón”.
Hay que decir también que todos nosotros hemos tenido, al mismo tiempo, la suerte de estar colocados ante un hecho histórico que servía muy eficazmente –como un vastísimo laboratorio- para confirmar la validez de esta lectura de Marx. Hemos sido contemporáneos de una revolución latinoamericana que, por primera vez, camina hacia el socialismo por vía democrática (lo que ya había ocurrido varias veces) y que por primera vez no han logrado abortar mediante invasiones, bloqueos o golpes de estado (lo que aún no había ocurrido nunca). Así pues, una excepción, tan interesante como suelen ser, para la historia de la ciencia, las excepciones. En su libro Comprender Venezuela, pensar la Democracia, CFL y LAZ defendieron –y no hablaban en broma- que la revolución bolivariana era el acontecimiento más interesante de la historia de la Ilustración desde que Robespierre fue guillotinado en 1793. El libro entusiasmó a nuestra inolvidable querida amiga Eva Forest, que lo publicó en Hiru y luchó para que se conociera en Venezuela, hasta que, finalmente, la obra recibió el premio nacional de ensayo “Socialismo de siglo XXI” y una mención honorífica en el Premio Libertador.
Ahora es muy difícil hacer pronósticos sobre el camino que seguirá la revolución bolivariana en Latinoamérica. En todo caso, el golpe de Estado contra el presidente Chávez en abril de 2002 fue, en efecto, una excepción a lo que CFL y LAZ han calificado como la ley de hierro del siglo XX: la instancia política jamás logró enfrentarse con éxito a la instancia económica conservando al mismo tiempo el Estado de Derecho. Y ello no fue por un desvarío revolucionario, sino todo lo contrario: porque -como dijo Kissinger- entre salvar la democracia o salvar la economía, se eligió siempre salvar la economía (la economía de los más poderosos, por supuesto); y se hizo mediante golpes de Estado, torturas, desapariciones y represión, a sangre y fuego.
Lo que la revolución bolivariana en Latinoamérica ha estado a punto de demostrar (nadie puede saber si seguirá por el mismo camino o si más bien sucumbirá al pragmatismo y la socialdemocracia) ha sido que el socialismo no sólo puede llegar a ser compatible con la democracia, sino que lo es infinitamente más que el capitalismo. Este es el verdadero motivo por el que todos los medios de comunicación se volcaron enseguida en una campaña de desprestigio contra Chávez y la Venezuela bolivariana. Lo que podía hacerse visible ahí era un ejemplo demasiado peligroso: un socialismo en estado de derecho.
CFL y LAZ han mostrado suficientemente cómo, durante todo el siglo XX, se abortaron sangrientamente todos y cada uno de los intentos de hacer compatible el socialismo con la democracia. Cada vez que las izquierdas ganaron las elecciones y pretendieron seguir siendo de izquierdas, un golpe de estado dio al traste con el orden constitucional (España, 1936; Guatemala, 1954; Indonesia, 1965; Chile, 1973; Haití, 1991; y un largo etcétera). Es lo que yo llamé “la pedagogía del millón de muertos”: cada cuarenta años más o menos se mata a casi todo el mundo y luego se deja votar a los supervivientes. Esto es lo que normalmente se conoce como “Democracia”.
Así pues, al comunismo no le quedó nunca otra vía que la revolución armada. Pero no porque fuera incompatible con la democracia o el parlamentarismo, sino porque, por la fuerza de las armas, se impidió cualquier intento de que lo fuera. A este respecto, por supuesto, la revolución bolivariana es solo a medias una excepción. En primer lugar porque el socialismo le queda muy lejos todavía, pero, en segundo lugar, porque no es cierto que no haya sido una vía armada. Lo que ocurre es que, una correlación de fuerzas absolutamente excepcional en el interior del ejército, ha permitido sostener armadamente la democracia bolivariana. De lo contrario, Venezuela habría sido ya invadida, o sin más, habría triunfado el golpe de estado de 2002. Pero en esto, Venezuela no ha marcado la norma, sino más bien la excepción. No se puede tomar el ejemplo bolivariano para enmendar la plana a los movimientos revolucionarios del siglo XX. Otra cosa es que, bajo el paraguas de Venezuela (y por supuesto, de Cuba), haya sido viable una victoria electoral de Correa en Ecuador o de Evo en Bolivia (no así, en Honduras).
Ahora bien, ¿por qué, durante todo el siglo XX, no se permitió ni una sola vez la existencia de una democracia en la que hubieran ganado las izquierdas? ¿Por qué, ahora que ha resultado inevitable aguantar una excepción, la reacción de la prensa y los gobiernos occidentales ha sido tan furibunda y rabiosa? ¿Por qué tanto miedo? Por supuesto, porque lo que no se podía permitir es que se hiciera visible que el socialismo era compatible con el Estado de Derecho. Pero, también, quizás, porque un socialismo en Estado de Derecho, sería, por primera vez, un verdadero Estado de Derecho. Es decir, porque retomaría el proyecto político de la Ilustración ahí donde quedó interrumpido con el ajusticiamiento de Robespierre y el golpe de Estado de Thermidor. Y porque, de este modo, podría hacerse patente todo aquello de lo que la Humanidad es capaz en Estado de Derecho.
Para plantear así las cosas había que deshacer no pocos malentendidos sobre el proyecto político de la Ilustración y todo aquello que la tradición marxista había insensatamente despreciado como “derecho burgués”, cosa que CFL y LAZ (en colaboración esta vez con Pedro Fernández Liria y Miguel Brieva) hicieron fundamentalmente en Educación para la Ciudadanía. Democracia, Capitalismo y Estado de Derecho (Akal, 2008). Con todo, quedaba por hacer, por supuesto, lo principal: demostrar que esta postura política podía ser considerada marxista, es decir, que era compatible con una lectura posible de Marx.
Nuestras tesis –quiero llamarlas nuestras con toda convicción- han sido comprendidas e incomprendidas, como es lógico. Por parte de la derecha, como no podía dejar de ocurrir, recibidas con escándalo, con sorna, y a veces con histeria, pues al fin y al cabo se estaba reivindicando desde la extrema izquierda el nervio fundamental de su equipamiento conceptual: los conceptos fundamentales de la tradición liberal. El escándalo que levantó Educación para la Ciudadanía (Cfr. el prólogo a la segunda edición) es, en realidad, una buena prueba de que la burguesía se sentía enormemente cómoda y satisfecha considerándose la legítima propietaria del concepto de Ciudadanía o de Estado de Derecho. Estos conceptos le resultan imprescindibles para construir lo que CFL y LAZ han llamado la “ilusión de la ciudadanía” o el “espejismo trascendental de la mirada política contemporánea”. Exigir que nos sean restituidos es la mejor forma de poner las cartas sobre la mesa y desvelar el totalitarismo económico que organiza la sociedad capitalista.
Por parte de la izquierda ha habido ya algunos intentos de discutirlas y desautorizarlas1. Fundamentalmente, se ha negado que sean tesis posibles dentro del marxismo e incluso dentro del materialismo. El presente libro contiene una lectura exhaustiva de El Capital de Marx. No hay mejor ocasión para poner a prueba la pertinencia de estas críticas. Santiago Alba Rico, Hortichuelas Bajas, 15 de agosto de 2009. NOTA1. Cfr., por ejemplo, Montserrat Huguet, Galcerán "El sexo de los ángeles y el estado de derecho; sobre los libros de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre, Comprender Venezuela , pensar la democracia (Hondarribia, Hiru, 2006) y Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo y estado de derecho (Marid, Akal, 2007)” en Youkali Revista crítica de las artes y el pensamiento Nº 5, pp. 143-150 (http://www.rebelion.org/mostrar.php?id=Galcer%E1n&submit=Buscar&inicio=0&tipo=5). Sánchez Estop, Juan Domingo, “De la Ilustración a la Excepción. Una discusión con las tesis del libro: Comprender Venezuela, pensar la democracia”. Logos. Anales del Seminario de Metafísica, Vol. 40, 2007, ISSN: 1575-6866, págs. 345-360. John Brown, “Comunismo o policía. Reflexiones al hilo de dos artículos del número 100 de VIENTO SUR (Capitalismo y ciudadanía: la anomalía de las clases sociales, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero y “Democracia burguesa”: nota sobre la génesis del oxímoron y la necedad del regalo, de Antoni Domènech) http://www.rebelion.org/mostrar.php?id=John+Brown&submit=Buscar&inicio=0&tipo=5.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Reseña de Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva, Richard Wilkinson y Kate Pickett

18-09-2010
Un interesante estudio empírico y una discutible propuesta política
Luis Roca Jusmet
Rebelión

El libro que nos ocupa hay que analizarlo a dos niveles diferentes. El primero es cómo un trabajo empírico muy interesante por su contenido y por el rigor con que lo han tratado. Se trata de un estudio basado en un largo proceso de investigación sobre la relación entre desigualdad e infelicidad en las sociedades más ricas del mundo y en el interior de EEUU. Es evidente que la infelicidad es un término cualitativo difícil de cuantificar pero lo es también que hay unas medidas objetivas de bienestar/malestar (salud, esperanza de vida, fracaso escolar, delincuencia…). Es un trabajo conjunto entre un economista especialista en epidemiología y una antropóloga anglosajones que no han tenido reparo en interpretar y en formular propuestas a partir de los análisis objetivos. En este sentido es muy positivo el carácter interdisiciplinar del estudio y la decisión de no encerrarse en una lógica positivista que excluye las valoraciones. Ahora bien hay que criticar el plantear que lo que interesa en este análisis es el presente y no el pasado, lo que pasa y no lo que llevado a ello. Difícilmente podemos plantear un análisis sociológico global si nos olvidamos de la historia.
El primer nivel, que creo que es el más válido, ocupa las dos primeras partes del libro y trata según sus palabras del éxito material acompañado del fracaso social y del coste ( en términos de felicidad) de la desigualdad. Esta parte está fundamentada en múltiples análisis estadísticos que figuran en gráficos que relacionan la desigualdad con la infelicidad. Está bien tener estos datos empíricos para dar más solidez a lo que muchos ya sabemos: que el crecimiento económico actual contribuye a la desigualdad y no nos ofrece una vida mejor. Estos datos contrastan con alguno de los tópicos al uso, como que los ejecutivos tienen más enfermedades cardiovasculares que los obreros. Pero es sobre todo muy clarificador la constatación de que es la desigualdad interna la que repercute de manera negativa sobre toda la sociedad, aunque evidentemente de manera más dura en los sectores económicamente desfavorecidos.
Pasemos a la crítica, que hace referencia al segundo nivel. Por un lado tendríamos la conceptualización utilizada, que por supuesto no es neutra. Los autores hablan constantemente de “democracia de mercado” como si hubiera un vínculo esencial entre las dos. Aunque habla de desigualdad, de pobres y ricos, no habla nunca de clases sociales. Tampoco se refiere nunca al capitalismo como un sistema con una lógica global, a la manera de Wallernstein, sino como un conjunto de empresas que pueden elegir entre seguir o no seguir principios éticos. Con este planteamiento se atomizan tanto las empresas como los individuos, que se presentan como unos agentes racionales que se equivocan al no entender que la desigualdad nos perjudica a todos. De esta manera parece proponernos un capitalismo con rostro humano perfectamente posible a medida que aumente la conciencia de la necesidad de la igualdad como un bien para todos. Así el gramsciano “optimismo de la voluntad frente al pesimismo de la inteligencia” se convierte en un optimismo intelectual bienintencionado que no me parece que lleve a nada. Sabemos que las pasiones como la codicia y la ambición, son el material humano que se complementa con la lógica voraz de acumulación de beneficio del sistema capitalista y que contra él sólo nos queda la lucha, no la natural evolución de las conciencias.
Todo esto no quiere decir que el trabajo realizado por estos autores no sea una buena contribución para la lucha por la felicidad colectiva, la emancipación y la justicia social.
Lo único que digo es que también pude generar falsas esperanzas o expectativas sobre la propia capacidad interna del sistema para transformarse en algo radicalmente mejor. Hay que señalar también el valor de los autores para señalar a la criminalizada Cuba como el único país donde la sostenibilidad y la igualdad no son incompatibles. La pregunta es, desde luego, que entienden los autores por países igualitarios. La respuesta es que se encuentran donde hay menos diferencia entre el veinte por ciento más rico y el veinte por ciento más pobre. Este criterio es tan convencional como problemático, ya que podría ser que este veinte por ciento más rico podría esconder un tres por ciento que tiene más que el resto junto, con lo cual podrían haber una enorme desigualdad en el grupo supuestamente rico. O un nueve por ciento en los límites de la supervivencia que se escondería en este veinte por ciento que podría parecer más aceptable. En todo caso es un criterio aproximativo que hasta cierto punto es significativo y desde esta concepción en los países capitalistas más ricos los más igualitarios son Japón, Noruega, Suecia y Dinamarca. Y los más desiguales son EEUU, Reino Unido y Portugal. Está bien, en esta línea, que países tan poderosos como Reino Unido o EEUU (con sus diferencias internas) se muestren cómo lo que son. Pero al hablar de los más igualitarios lo que consideran Wikinson y Pickett es que las vías, totalmente diferentes, son igualmente aceptables. Japón tiene poca redistribución de recursos a través del sistema fiscal pero tiene unos salarios que no son muy desiguales mientras que en los tres otros países ocurre lo contrario. Pero aquí no podemos diluir la cuestión: el sistema fiscal progresivo siempre es imprescindible, aplicado sobre todo a los grandes beneficios, y los límites salariales deberían ser fijado por ley. Pero hay que cuestionar el sistema y su propia lógica, ya que no hay atajos si queremos una sociedad más igualitaria. Que vaya además mucho más allá de lo conseguido en los países nórdicos o el Japón y que no nos lleven otra vez al fracaso del socialismo real. Esta es la cuestión, esta es la reflexión.

Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva
Richard Wilkinson y Kate Pickett
( traducción de Laura Vidal) Ed. Turner ( Colección Noema), Madrid, 313

viernes, 17 de septiembre de 2010

"Ensayando el futuro" de Alfonso Sastre y "La question" de Henri Alleg

17-09-2010
Novedades de la editorial Hiru
"Ensayando el futuro" (Tres ensayos para mañana)

Los tres ensayos y un plan de paz que componen este libro han sido escritos en la línea –aún sin conocerla– que Margaret Mead por un lado y Julián Huxley por otro propusieron en sus días al manifestarse a favor de que en las Universidades se crearan Departamentos o, al menos, “Cátedras de Futuro”. El futuro –lo que ha de suceder– ha sido siempre objeto de atención en muchas parcelas de la cultura a lo largo de la historia: ha sido, entre otras cosas, un vaticinio con el Tarot o con la astrología o con una bola de cristal o con la quiromancia (y otras muchas mancias) o por medio de “corazonadas”, o un tema estrella de la ciencia ficción, etcétera; además, desde luego, o sobre todo, de una seria preocupación poética (utopías y distopías) filosófica y científica, aunque esa inquietud no haya llegado a cristalizar en una específica disciplina universitaria, en una asignatura de cátedra. Este libro es un trabajo –o cuatro– en esa línea filosófica, y en él su autor se interroga sobre cómo ha de ser en el futuro la teoría del conocimiento, el socialismo y, dentro del socialismo, la pereza. Al final nos propone nada menos que unos caminos que él considera transitables para que la paz sea una realidad próxima en Euskal Herria. El autor ha acometido esta empresa con energía pero también con la idea de que su trabajo, además de aclarar algo sobre esa oscuridad que es en definitiva la reina del futuro (pues no sabemos con certeza ni qué tiempo vamos a tener mañana), nos procure algunos momentos de buena y honesta diversión.
ÍNDICE 1 La verdad sobre la realidad y sus mentiras en la sociedad del espectáculo 2 Neosocialismo y Defensa de la Humanidad 2009 3 La pereza y el socialismo del futuro 4 Epílogo. Modesto Plan de Paz para Euskal Herria "Ensayando el futuro" (tres ensayos para mañana), Alfonso Sastre ISBN: 978-84-96584-38-9 Colección ENSAYO DE ALFONSO SASTRE nº 18 Nº de páginas: 146 PVP: 13 €
"La question"
[Y una entrevista de Gilles Martin a Henri Alleg]
La question, que fue publicado en 1958, es un libro clave de la historia de la guerra de Argelia. En el momento de su publicación su autor, Henri Alleg, continuaba detenido en las prisiones del Estado francés por “reconstitución de organización disuelta (el Partido Comunista Argelino) y atentado contra la seguridad del Estado”. El impacto del testimonio de tortura de Alleg es enorme, y la terrible sinceridad del relato arroja una luz sin concesiones sobre los primeros años, llenos de mentiras, de la guerra. En La question Henri Alleg relata su detención y secuestro por los militares franceses y desvela las terribles torturas de las que fue víctima. Jean Paul Sartre captó en un célebre artículo toda la dimensión del texto: “El tranquilo valor de una víctima, su modestia, su lucidez nos despiertan para desmitificarnos: Alleg acaba de sacar la tortura de la noche que la cubre”. Hoy presentamos en castellano este libro breve que sin embargo es un enorme y descarnado testimonio de las torturas sufridas –con una dignidad estremecedora– por Henri Alleg. Su relato es, así mismo, un gigantesco grito por la verdad histórica y contra cualquier tipo de colonialismo y sus métodos de “pacificación”.
Con este libro –en palabras de Alleg– “se ayudará a los más jóvenes (dos generaciones de franceses nacieron después de la insurrección de noviembre de 1954), abandonados voluntariamente en la ignorancia, a conocer este pasado reciente y a sacar de él enseñanzas para el futuro. Un futuro cargado de amenazas y de tormentas que habrá que afrontar. Porque no se excluye que surjan otros conflictos –ya son numerosos– en tal o cual parte del mundo donde se llame a jóvenes franceses a intervenir para ‘combatir el terrorismo’, ‘salvar la democracia’ y ‘defender la libertad’, cuando el verdadero motivo de intervención es explotar yacimientos de petróleo, de gas, de mineral, de diamantes, e impedir que algún pueblo se libere”.
"La question", Henri Alleg ISBN: 978-84-96584-37-2 Colección INFORME nº 21 Nº de páginas: 148 PVP: 13 €
Para realizar sus pedidos: hiru@euskalnet.net EDITORIAL HIRU Apdo 184 20280 Hondarribia Gipuzkoa Tel/Fax: 943.64.10.87 (mañanas) www.hiru-ed.com

martes, 14 de septiembre de 2010

"El mito de la máquina. Técnica y evolución humana" de Lewis Mumford

14-09-2010
Novedad editorial
Rebelión

El culto irracional a la máquina ha generado una corriente crítica de pensamiento preocupada por indagar en profundidad las causas de este desmesurado y devastador poder tecnológico. De entre estos filósofos humanistas que dirigen su energía a desenmascarar las falacias del venerado maquinismo, destaca, por su saber enciclopédico, su hondura de contenido y su belleza expositiva, la obra del pensador estadounidense Lewis Mumford (1895-1990), una de las cumbres intelectuales del pasado siglo XX. Los lectores españoles pueden acceder a la sabia visión de este respetado filósofo a través de la lectura de ‘Técnica y evolución humana’, primero de la serie de dos volúmenes titulada ‘El mito de la máquina’, cuya reciente publicación por la editorial Pepitas de calabaza reinterpreta, de una manera novedosa, la historia de la ciencia.
Como esos visionarios que cambiaron el rumbo de la humanidad al atreverse a socavar prejuicios científicos inamovibles, Lewis Mumford desmitifica el aura sagrado de las máquinas a través de argumentos tan radicales como razonables. En el libro ‘Técnica y evolución humana’ lanza su protesta, en un erudito recorrido que abarca desde la más remota antigüedad hasta la Edad Media, contra el hábito académico de relacionar el progreso técnico exclusivamente con los artefactos mecánicos sin tener en cuenta otras contribuciones como los rituales, los mitos y el lenguaje. El hombre primitivo, antes que con herramientas, moldeó su alma y su cuerpo con sueños. El pensamiento de Mumford se inscribe en la misma línea de filósofos disidentes como Thoreau o Rousseau, reacio como ellos a dejarse llevar por la desmedida euforia que desata el concepto de civilización. Con clarificadores ejemplos etnográficos, nos enseña las sombras alargadas del progreso entre las que incluye su apoyo a la aparición de la megamáquina, la primera gran máquina de la historia, que precedió a las demás, una máquina abstracta, invisible, muy poderosa, creada para manejar la energía de grandes masas humanas en beneficio de unos privilegiados a través de la coerción militar y el poder divino.
El caudal de sabiduría de la obra de Mumford no se detiene nunca en los límites del pasado sino que se proyecta hacia el presente iluminándonos los claroscuros contemporáneos. Sus páginas nos advierten de cómo la influencia negativa de la megamáquina pervive en la actualidad, camuflada bajo otras formas igual de totalitarias, en unos modos de vida presididos por sórdidas rutinas y falsos estímulos. Detrás de cada una de sus palabras alienta un saludable espíritu ético. Como lo han definido, Mumford es un hombre nacido para recuperar el ideal humano de convivencia pacífica. Sin dogmatismos, con una gran empatía hacia el lector, nos revela una verdad esencial: que los instintos de barbarie perviven peligrosamente al lado de la cultura y que debemos estudiarlos para poder frenarlos. Pocas veces se ha abordado con tanta ambición académica, utilizando una paleta tan amplia de disciplinas, el misterio de la condición humana. La amplitud de miras de Mumford se asemeja a la de un artista renacentista. Sus contribuciones al saber le granjearon los más altos reconocimientos y un enorme respeto no sólo de la comunidad científica sino también de los lectores anónimos. La razón habría que buscarla en el mensaje movilizador de su obra: la lectura de Mumford alienta, sin duda, a una mayor conciencia del potencial de cada hombre y a un ineludible compromiso ciudadano para controlar los abusos tecnológicos

En Técnica y evolución humana , primero de la serie de dos volúmenes titulada El mito de la máquina , Lewis Mumford da cuenta de las fuerzas que han venido dando forma a la tecnología desde la prehistoria y que han desempeñado un papel cada vez más destacado en la conformación de la humanidad contemporánea.
Mumford se remonta a los orígenes de la cultura, pero en lugar de aceptar el punto de vista según el cual el progreso del hombre se debió a su dominio de las herramientas y la conquista de la naturaleza, demuestra que las herramientas no se desarrollaron, ni podrían haberse desarrollado en ninguna medida relevante, sin el concurso de una serie de significativas invenciones como los rituales, el lenguaje y la organización social. Esta es solo una de las reinterpretaciones radicales que Mumford hace de la evolución del hombre primitivo —desde la utilización de energía a gran escala en el inicio de la civilización, hasta la evolución de mecanismos complejos durante la Edad Media—. Todas ellas han arrojado luz sobre la tecnología totalitaria de la época moderna.
* * *
Lewis Mumford (1895-1990), cuya obra escrita abarca más de seis décadas, ha hecho contribuciones muy importantes a la literatura del saber histórico, filosófico y artístico, así como a la crítica de la arquitectura. Pero como quizá sea más conocido este humanista estadounidense es por sus trabajos sobre urbanismo y por su evaluación de la tecnología.
Mumford fue miembro fundador de la Regional Planning Association of America, y durante treinta y dos años escribió una columna sobre arquitectura titulada «Sky Line» para el New Yorker . Formó parte de las facultades de varias instituciones: de la universidad de Stanford, la universidad de Pensilvania , el Massachusetts Institute of Technology (MIT) o del New York City Board of Higher Education entre otras. Fue galardonado con multitud de distinciones, las más destacadas de las cuales han sido la Medalla Presidencial de Libertad, la Medalla Nacional de Literatura y, en 1986, la Medalla Nacional de Arte.
Es un inmenso placer para quienes construimos esta casa editorial acercar al lector en español tres de las cimas intelectuales de nuestro querido maestro: los dos volúmenes de El mito de la máquina ( Técnica y evolución humana y El pentágono del poder ) y La ciudad en la historia.

El mito de la máquina
Técnica y evolución humana
Lewis Mumford
[pepitas de calabaza ed.] · isbn : 978-84-937671-2-9 · Logroño, 2010 · 556 págs. · 33 € · 14,5x21 cm. ·
El mito de la máquina (vol. 1) · www.pepitas.net



Traducción de Arcadio Rigodón

lunes, 13 de septiembre de 2010

El capitalismo como catástrofe

13-09-2010
Una reflexión crítica sobre La doctrina del shock de Naomi Klein
Mark Engler
Revista Dissent/Sin Permiso
Traducción de Harrison Magee y Mara Tiburzi

Una contradicción rara aflige a los movimientos sociales no jerárquicos. Los activistas más reacios a crear mecanismos formales para nombrar a sus propios líderes así conceden este mismo poder a los medios de comunicación. Esto por cierto ha sido el caso dentro del movimiento antiglobalización, en el cual ha preponderado un ethos anarquista. Confrontados por una red profunda de grupos de presión, de consejos y organizaciones locales, los medios de prensa se han desesperado por tener personajes públicos reconocibles que se puedan presentar como testaferros. Han llevado, entonces, unos cuantos escritores e intelectuales a la atención pública. Entre ellos, una de las más notables es Naomi Klein- la periodista canadiense de 40 años.
En primer momento, Klein resultó un ejemplo excepcional de buena sincronización. Justo cuando su primer libro, No logo: el poder de las marcas, iba a la imprenta, manifestaciones históricas estallaron en Seattle contra las reuniones ministeriales de la OMC en noviembre del 1999. El movimiento antiempresarial descrito en su libro pasó de considerarse una colección de campañas internacionales clandestinas y poco organizadas a un fenómeno global genuino. El libro vendió más de un millón de copias en todo el mundo.
Aunque pareciera una confluencia fortuita, Klein no llegó a ser éxito por pura casualidad- ella había interpretado bien el ambiente político. Según Klein, cuando era alumna universitaria en Canadá a principios de los 1990, “la política estudiantil se centraba en asuntos de la discriminación y de la identidad.’’ Pero cuando volvió a hacer investigaciones en unas universidades cinco años después, percibió un cambio. Los análisis de los alumnos ‘‘se ampliaban hasta considerar el poder de las corporaciones, los derechos laborales, y un análisis bastante desarrollado del funcionamiento de la economía global.’’ Cuando otros libros empezaban a argumentar, en las palabras de Klein, que ‘las corporaciones habían crecido tanto que ya suplantaban los gobiernos,’ ella se puso a retratar los esfuerzos de resistencia contra ellas. Como resultado, se produjo uno de los informes existentes más astutamente observados de las motivaciones, de los puntos de vista, y de las exigencias del naciente movimiento de justicia global.
Siendo una obra de la crítica cultural genialmente astuta, los periodistas frecuentemente se refieren a No logo como a la ‘Biblia’ del movimiento. Esta es una analogía floja: nunca he visto a un activista de la antiglobalización levantarlo como si fuera una escritura sagrada, y de hecho el libro se presenta mucho más como una guía que como un manifiesto. Antisectario hasta la médula, logra captar tanto a los creyentes como a los escépticos, usando ejemplos jugosos de la vida en esta nueva ‘edad de la corporación.’ Klein relata las palabras de un vendedor de vaqueros Diesel, que mantuvo que el producto no fue una prenda de vestir en sí, tanto como fue ‘‘la manera de vivir…la manera de vestirse…la manera de hacer algo.’’ La meta de las multinacionales en esta época, expone Klein, se centraba en la dirigencia de sus marcas en vez de la producción de los bienes mismos, los cuales probablemente se fabricaron en talleres de explotación laboral en el sudeste de Asia. Más y más, los publicistas de entonces entraban sigilosamente en las escuelas y en los espacios públicos. Y para impedir disensión auténtica, las empresas seducían a los hipsters con anuncios irónicos, y ofrecían resistencia enlatada en forma de la cola ‘Revolución.’ En aquel momento, todo eso fue profético: el libro llevó adelante las luchas de los movimientos globales por el medio ambiente y para los sueldos dignos, legitimándoles como respuestas eminentemente razonables.
Por parte de Klein, mucha de su popularidad se debía a la ausencia de pretensas esnob en su política. En No logo, la autora hace referencia a anécdotas como su trabajo de adolescente, cuando doblaba jerséis en una tienda de Esprit en Canadá; y de sus excursiones familiares al campo, en cuyas memorias más queridas viraba el cuello para mantener en vista los señales de plástico enormes de McDonalds y Burger King que encontraba en el camino. Cuenta que su hermano mayor, al cumplir los 6 años ‘‘ya tenía memorizadas todas las canciones publicitarias de los anuncios televisivos, y pegaba saltos por la casa en una camiseta del Increíble Hulk,’’ declarándose “Cuckoo for Cocoa Puffs.” Todo esto les consternaba mucho a sus padres- una pareja hippy estadounidense que se mudó a Canadá para evitar el llamamiento durante la Guerra en Vietnam.
Tales experiencias contribuyeron a formar las finas sensibilidades políticas de Klein. Por pertenecer a una generación que sentía profundamente el poder seductivo de las máquinas de propaganda corporativa, ella mejor podía articular el deseo creciente de liberarse de su control. Al final, llegaría a ser la digna portadora del radicalismo de su familia. Entre todos aquellos que ascendieron a formar la dirigencia pública del movimiento, pocos lograron ser voceros más elocuentes y responsables que ella. Y a pesar de su fama creciente, Klein se ha mantenido resuelta en su demanda por una justicia económica, apasionada por hacerse responsable de las redes de base y de los activistas ciudadanos, e intrépida en desafiar ellos que defienden el privilegio de los poderosos. Estas características resultaron invalorables durante la Administración Bush.
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Poco después de la publicación de No logo, Klein publicó una colección de sus ‘‘informes desde las primeras líneas del debate sobre la globalización.’’ Pero pasaron varios años antes de que saliera su obra mayor siguiente: La doctrina del shock- el auge del capitalismo del desastre. Cuando salió en el otoño del 2007, el libro pertenecía a una época que ya era nueva.
El libro surgió del reportaje hecho por Klein en Irak, Nueva Orleans, y en Sri Lanka en el tiempo posterior al tsunami. De estas escenas, observó un modelo común. En el caso de Irak, el dirigente de la ocupación militar Paul Bremmer siguió la campaña ‘ataque y pasmo’ con el anuncio de la creación de una economía profundamente privatizada, la cual se basó en lo que describió El economista como ‘una lista de deseos con la que sueñan los inversores extranjeros y los donantes internacionales.’ Corporaciones como Halliburton, Bechtel y Blackwater vinieron de repente para aprovechar, cargándose con trabajos que una vez se consideraban propios del Ejército Estadounidense. La industria petrolera, mientras tanto, esperaba los perspectivos lujuriosamente. En el caso de Sri Lanka, las playas blancas borradas por el tsunami de 2004 pasaron en seguida bajo el control de la industria hotelera, la cual construía grandes centros turísticos impidiendo a miles de pescadores autóctonos que reconstruyeran sus pueblos. Y tras la destrucción de Nueva Orleans por el Katrina, el Heritage Foundation produjo una lista de treintidos programas políticos neoliberales duros para implementar en el nombre del “auxilio post-huracán.” Exigió la suspensión de las leyes del salario general y la creación de una “zona de iniciativa libre a impuesto fijo,” y fue adoptado en seguida por la Administración Bush.
Klein da nombre a esta serie de “ataques organizados contra las instituciones y bienes públicos después de los acontecimientos catastróficos, declarándolos al mismo tiempo atractivas oportunidades de mercado.” Según ella, esto se define “capitalismo del desastre.”
“Cuando me puse a investigar sobre los enormes beneficios de las empresas y los desastres enormes,” dice Klein, “pensé que me hallaba frente a un cambio radical en la forma en que la ‘liberalización’ de los mercados se desarrollaba por todo el mundo.” Al examinar el caso más de cerca, descubrió que este modelo tenía raíces históricos todavía más profundas. Al final, ella concluiría que “la idea de aprovechar las crisis y los desastres naturales había sido el modus operandi clásico de los seguidores de Milton Friedman desde el principio.” Durante las últimas tres décadas, los neoliberales han ido perfeccionando la estrategia: esperar una crisis devastadora, vender partes del estado a los actores privados mientras la ciudadanía se tambaleaba del shock, y de repente hacer permanentes las “reformas.” Esto es, en pocas palabras, “la doctrina del shock.”
Como metáfora para el principio, Klein relata la historia de los experimentos del Dr. Ewen Cameron, apoyados por el CIA y hechos en la Universidad McGill a finales de los 1950 y a comienzo del 1960. El doctor poco ético implementó un programa extremo de la terapia del choque, la cual inducía en sus pacientes la regresión y el amnesia, así borrándoles a una página en blanco, y volviendo a crearles una personalidad de cero. Como terapia fue un fracaso total, pero les llamó a la atención a los interrogadores de la CIA, que luego promovían el electroshock para hacer a sus prisioneros “caer en un estado de regresión y de terror tal que no pueden pensar racionalmente ni proteger sus beneficios propios.” Las víctimas estaban tan asustadas que ya no tenían secretos.
En la implementación más amplia de la ideología neoliberal, los choques se implementan al nivel más social que al personal. Klein argumenta que, de un país a otro, el choque inicial de una guerra, una catástrofe natural, o una crisis económica precede un segundo periodo del choque, en el que una serie de reformas impopulares- privatización, desregulación gubernamental, y recortes de gastos sociales- pasan mientras la gente está demasiado confundida y desorientada para resistir. Al final, en un tercer periodo del shock, represión y tortura se implementan para silenciar la disensión.
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Klein usa su marco shock para conectar una gran variedad de eventos.
Mirando cronológicamente, empieza por mostrar cómo la introducción del neoliberalismo en Chile bajo Pinochet en los 1970 siguió el modelo. Ahí, la economía de Friedman, que antes se consideraba demasiado imprudente para implementar, fue adoptada por una dictadura poco después de derrocar el gobierno democrático de Allende. En Argentina, una Junta militar implementó una serie de reformas económicas parecidas a las de Chile, y en el proceso “desaparecieron” 30,000 personas. Al otro lado del océano, en el Reino Unido en 1982, la guerra en las Malvinas permitió a Margaret Thatcher “usar esfuerzos tremendos para aplastar la revuelta de los mineros en huelga, y provocar la primera gran marea privatizadora de una democracia occidental.”
Otro tipo de crisis, la hiperinflación en Bolivia en 1985, creó un momento tan traumático que el economista Jeffrey Sachs pudiera vender su forma económica de “tratamiento de choque” extremo. El mismo orden de acceder al mercado fue recetado en Rusia en 1993, y ejecutado por Boris Yeltsin cuando mandó tanques contra el Parlamento Ruso y llevó a jefes de la oposición a la cárcel. Klein mantiene que, de Polonia a Sudáfrica, a China a los países afectados por la crisis económica asiática, “la historia del mercado libre contemporáneo…fue escrita con choques.”
La doctrina shock es un libro ambicioso, logrado, e importante también. Sus contribuciones vienen de varios puntos claves. En primer lugar, pone en plena exhibición el talento narrativo de Klein. Ella otra vez se distingue como uno de los pocos autores anglohablantes capaz de captar al mismo tiempo al público mayoritario y al radical. Si uno esté de acuerdo o no con su argumento general, sus capítulos son cápsulas valiosas de la historia de la expansión mercantil.
Por ejemplo, hay numerosas versiones que cuentan la implementación del neoliberalismo en Chile bajo Pinochet—Taller del imperio por Greg Grandin, por ejemplo, cumplió muy bien la tarea de hacer pública esta historia cuando salió en 2006. La versión contada por Klein, sin embargo, es sobresalientemente vívida y bien investigada. Ella plantea escenas apasionantes y trágicas, como del asesinato del disidente pro-Allende Orlando Letelier en Washington, D.C. después de que una bomba colocada bajo su coche detonó, su pie cortado se deja abandonado en el piso, mientras una ambulancia intentó vanamente llevarlo al hospital. Tal vez, Klein expresa la dramaticidad de los eventos más cotidianos—en un relato representa un equipo de economistas chilenos en la Universidad de Chicago, cuando “se acampaban en las imprentas del diario derechista El mercurio” en las horas que llevaron el golpe de estado de Pinochet. Ahí se encontraban apurándose para terminar, imprimir y llevar a los jefes militares copias de su "Biblia de quinientos paginas- una receta económica detallada que sería la guía oficial de la Junta desde su principio.”
Además, el mensaje central de La doctrina del shock es crítico. La autora considera el libro "un desafío contra la afirmación más central y apreciada de la historia oficial- que el triunfo del capitalismo desreglado nació de la libertad, y que el mercado libre y desregulado va de la mano de la democracia." En lugar de esto, Klein intenta "demostrar que esta forma fundamentalista del capitalismo ha surgido en un brutal parto cuyas comadronas han sido la violencia y la coerción." Una falta de originalidad en este argumento les ha caído mal a algunos críticos. Ellos sostienen que cualquier persona que investigue seriamente el desarrollo del capitalismo a través de los últimos siglos se dará cuenta de que la violencia es un aspecto persistente, si no omnipresente, de la creación y mantenimiento de los mercados “libres.”
En esto, estoy de acuerdo con Klein. Por cierto, uno podría fijar en una variedad de textos clásicos de la política-económica para ilustrar el hecho de que, históricamente, el mercado “libre” ha requerido acción autoritaria estatal para originarse—la obra de Karl Polanyi sale como buen punto de inicio. Sin embargo, ciertas historias exigen que se las cuenten una y otra vez. Siempre que la ideología dominante insista que la paz, la democracia y el “comercio libre” van juntos como trío armonioso, Klein tiene razón en el sentido que los talentos de analistas progresistas deben dedicarse a demostrar el contrario de modos novedosos y convincentes.
Un tercer recurso del libro es que el capitalismo del desastre, como manifestado en Irak, Nueva Orleans, y en Sri Lanka post-tsunami, es sin duda un fenómeno reciente importante, el cual probablemente irá creciendo en importancia con los efectos del acaloramiento global que se realizan cada vez más. Por nombrarlo y detallarlo, Klein ha hecho un gran servicio.
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Pero mas allá de eso, es cuestionable que el argumento pueda servir como la base de un entendimiento más amplio de la economía global—que si la estrategia del shock bien pueda considerarse, como argumenta ella, “el método preferido para promover los objetivos corporativos.”
Los problemas de los que Klein trata en La doctrina del shock reflejan un cambio más general con respeto al debate sobre la globalización. Durante los años de la Administración Bush, la política estudiantil una vez más tomó una forma nueva. Hace unos pocos años se decía frecuentemente que el estado-nación se había vuelto un concepto obsoleto—y que las empresas transnacionales lo iban reemplazando. Pero siguiendo los pasos del 11-S, el estado se ha reimpuesto con venganza. Para los estudiantes universitarios activistas, oposición contra el regime Bush tomó prioridad sobre las campañas antiempresariales. Y para los analistas de la globalización, la tarea primaria ha sido cómo reenfocar sus explicaciones del orden mundial para que la panorama se centralizara más en el estado.
La doctrina del shock aborda esta dilema por unir lo estatal y lo mercantil enteramente. Klein sostiene que “en cada país donde se han implementado políticas de la corriente económica Chicago durante las últimas tres décadas, se detecta la emergencia de una poderosa alianza dirigente entre unas multinacionales y una clase política compuesta por miembros enriquecidos— con líneas divisorias confusas entre ambos grupos .” Según ella, el nombre propio para este sistema es el “corporativismo.” Explica que “el papel aceptable del gobierno en un estado corporativista es ser la cinta transportadora que lleve el dinero público a las manos privadas.”
De manera similar, Klein propone que la única motivación importante en la política capitalista contemporánea es la avaricia. Al puntualizar que Donald Rumsfeld y Dick Cheney, y varios ideólogos neoconservadores, tienen inversiones financieras profundas en las industrias que se benefician de la guerra contra el terrorismo, ella propone que cualquier intento de divorciar su fervor político de sus intereses comerciales es “artificial y amnésico.” Escribe desdeñosamente, “El derecho de perseguir ganancias sin límites siempre ha sido el centro de la ideología neoconservadora…en la guerra contra el terror los neoconservadores no han tenido que dejar sus objetivos económicos corporativistas; sino que han descubierto una manera nueva, y más eficaz, de lograrlos.”
En este mundo, desmontar la política a un simple fin lucrativo facilitará éxitos. Puede servir como un correctivo particularmente útil cuando la "cruzada contra el comunismo" y "combatir el terrorismo" son los motivos nobles que se evocan constantemente, y cuando nunca se admite algo tan insensible como los intereses económicos. Pero de más está decir que el movimiento es reduccionista.
La representación que Klein plantea de una clase monolítica de élites políticos-corporativos no está preadaptada para aplicarse a cualquier circunstancia política. No resulta especialmente útil para reconocer y explotar las diferencias entre los "librecambistas" Clintonistas, los Republicanos realistas, y los fundamentalistas neoconservadores. Ofrece poca ayuda en como entender Weekly Standard cuando se opone al mantenimiento de comercios normales permanentes con la China, un objetivo clave para globalistas corporativos, citando los derechos humanos como justificación. Tampoco permite distinciones entre los distintos sectores de la economía—teniendo en cuenta, por ejemplo, que los intereses de la grande industria hotelera (la cual a su vez está furiosa por los efectos negativos de la Guerra Contra el Terrorismo de Bush sobre sus negocios) no necesariamente son los mismos que tiene Halliburton. Al final, hace como omiso la posibilidad de que factores como las convicciones religiosas y el nacionalismo, independientemente de los comercios, tienen influencia sobre las políticas de la Administración Bush.
Curiosamente, aunque Klein se ponga muy bien al seguimiento del dinero, su libro no es materialista de manera que puede satisfacer a los marxistas más tradicionales. Ella evita explorar las fuerzas estructurales—por ejemplo la contracción de la economía global a partir del 1973 o el decaer de la rentabilidad de las industrias centrales—que han dado forma al auge del neoliberalismo.
Sus discernimientos sobre el uso del shock político son profundos, pero tienen también sus limites. Cuando la cronología del libro al fin llega a la invasión del Irak, su argumento da una vuelta rara. Durante todo el volumen, Klein se refiere a la metáfora “ataque y pasmo.” Por eso, sus lectores se hacen creer que la guerra de George W. Bush representará el cúspide del mismo método shock. Al contrario, es el punto en que la metáfora empieza a desenredarse.
Irak ha sido el sujeto de todos los tipos del shock imaginables. Pero en lugar de promover un estado de regresión y aquiescencia en su objeto, ha inspirado la resistencia. Richard Armitage, el Secretario del Estado Diputado de entonces, está citado diciendo que los “EE UU tenían a mano un pueblo Iraquí que estaba no-espantado y no-aterrorizado. Más allá de las implicaciones éticas y políticas de la ocupación fracasada, es sencillamente una instancia del capitalismo malo: “Le mandaron a Bremer a Irak para construir un utopía empresarial,” escribe Klein “En lugar de eso, Irak se convirtió en una distopia en la que ir a una reunión de negocios te pondría en riesgo de ser linchado, quemado vivo, o decapitado.” La autora se mantiene ambivalente hacía estos mensajes. Por un lado, las contratistas privadas que se huyeron ya ganaron billones de dólares por sus acuerdos con el gobierno, y las empresas petroleras todavía quedan fijadas en la tierra Iraquí. Por otro lado, los aspectos importantes del modelo de la crisis en sí se han caído.
Como explica Klein, resulta que el capitalismo del desastre de la época Bush es distinto de la forma más pura de la doctrina del shock. En realidad, representa una manifestación tarda, desesperada y especialmente fanática de un sistema que ya se agotó. Después de unas 400 páginas, dicha tesis modificada resulta poco satisfactorio. Mientras la esquema de Klein se va cayendo sobre su propio análisis de Irak, la repetición constante de la misma palabra “shock” la hace parecer más a un recurso rendido que una interpretación consistente e iluminadora.
El libro se burla mucho de la contención de Milton Friedman que “sólo una crisis, si ocurra en la vida o en la imaginación, puede producir cambios verdaderos.” Pero no hay razón para que esta idea sea inherentemente cuestionable desde un punto de vista progresista. En el contexto de los EE UU por sí sólo, uno podría razonar que el shock que resultó de la gran depresión de los 1930 dio a luz al New Deal. O que el movimiento de los derechos civiles, marcado por la no violencia resuelta, provocó a Bull Conner azuzar sus perros de ataque y sus mangueras de fuego, así creyendo una crisis televisada cuya shock llamó a acción a la pública. Sí, solo las teorías del cambio social más pertinazmente gradualistas pasarían por arriba de la importancia de varios “shock” en el instigar de una revuelta.
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En la interpretación de Klein de los años Bush, sería fácil olvidarse de que hay un mundo comercial afuera del dominio de la seguridad doméstica, la industria de defensa, la construcción en gran escala, y el petróleo. Contende que “una burbuja de la seguridad doméstica, un sector industrial que la revista Wired estimó en el 2005 a valer hasta $200 billones—salvó la economía estadounidense de una crisis económica mucho más profunda después de la reventa de la burbuja tecnológica. El mercado de vivienda estadounidense fuera de control, las deudas acreedoras en expansión, y la buena voluntad de China de sostener el valor del dólar reciben poca, o ninguna atención. De manera similar, muchas de las empresas importantes mencionadas en No logo—incluso Nike, Wal-Mart, McDonald’s, Microsoft casi desaparecieron de sus relatos, como si hubieran cedido la economía global a Halliburton, Bechtel, Exxon y Lockheed Martin.
El resultado es una versión bastante revisada del carácter del capitalismo contemporáneo. “El socialismo democrático, que quiere decir no solo los partidos socialistas elegidos democraticamente, sino también las fuentes del trabajo y las tierras que se gestionan democráticamente, nunca fueron vencidos en una gran batalla de ideas, y tampoco se los rechazaron en alguna elección,” argumenta ella. “Se las quitaron por shock en las coyunturas políticas más importantes.” Por cierto, hay veracidad en el idea de que muchas de las poblaciones resistentes al neoliberalismo han sido torturadas hasta sumisión. Pero en este panorama también falta algo.
En La doctrina del shock, los poderes insidiosos y seductores del capital multinacional han desaparecido. Sin ellos, queda muy poco para explicar la situación de los élites locales del Sur global- a quienes se someten en apoyar el modelo norteamericano; la clase media poco segura que se alinea con los ascendentes sociales en vez de juntarse con los movimientos obreros; o la clase baja de consumidores aspirantes, los cuales son los cautivos de las promesas encantadoras de Hollywood y Madison Avenue—todos aquellos grupos que tienen roles mucho más centrales en las crónicas alternativas de la ideología mercantil. El análisis tampoco deja mucho espacio para explicar por qué los niños Norteamericanos ya cantan los jingles de los anuncios y mendigan la comida rápida al cumplir los seis años—todos aquellos al que el estado nunca ha torturado, sino que ha dado un abrazo en su lugar: una relación que, de otra manera, es bastante espantosa.(1)
Nota de la redacción: (1) Este artículo fue publicado en inglés por la revista Dissent y el mismo autor hizo llegar a la redacción la presente traducción al castellano.
Mark Engler es analista principal de Foreign Policy In Focus y autor de Cómo dominar el mundo: la próxima batalla por la economía global (Nation Books, 2008). Se le puede contactar por medio del sitio. Web http://www.DemocracyUprising.com . Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3557

viernes, 10 de septiembre de 2010

Una lectura desde Shanghai

10-09-2010
Reseña de Un mar invisible de Matías Escalera
Miguel Ángel Sánchez
Rebelión

Leer la novela Un mar invisible, de Matías Escalera, desde la China actual, como ha sido mi caso, a una distancia casi insalvable en tantos aspectos de El Trópico Zumbón, y de sus personajes, de Julián, de Munelbeq, de Rosario, Ezequiel, Fina, Clara, Carlos, Valverde, Estepeña o la tía Luna; en fin, de todo ese mundo de resistencia, situado más allá del "día después", cuando el movimiento obrero, y cualquier otro movimiento, fue engullido por la metástasis del neoliberalismo, resulta un acto esclarecedor en muchos sentidos, pues Un mar invisible no es sólo una lectura, es, en sentido Derridiano, un “marco para la lectura”, un contexto para reflexionar acerca de qué nos está pasando y por qué hemos llegado hasta el punto al que hemos llegado.
Por eso, quizás, introducirse en la lectura de este hipertexto no sea sencillo, como ya dejó anotado Ángel Basanta en su elogiosa reseña de El Cultural (09/03/2010), pues se superponen un sinfín de registros, de matices, de formas de construcción textual, sugerencias, evocaciones, descripciones, alegorías, metáforas, collages, cambios de registro, insertos o entradas a otros textos fundamentales para conocer, no sólo la génesis del socialismo y del movimiento obrero, sino, en una parte fundamental, los cimientos del arte, de la estética, de la filosofía, de la política y sus “daños colaterales”, o la cooperación internacional y sus sombras, los genocidios escondidos de etnias como el pueblo Bubi en Guinea Ecuatorial, cuya terrible realidad bien conozco; o acerca del mundo de la enfermedad, del trato discriminatorio y vejatorio que durante siglos sufrió el enfermo mental en horribles instituciones penitenciarias conocidas como psiquiátricos o manicomios, ese “ver, vigilar y castigar”, de Michael Foucault... En definitiva, Un mar invisible invita, por cada unos de sus elementos, tomados uno a uno, y por todos a la vez, integrados en un apasionante relato, a repensar la realidad que vivimos y nos vive, a pensar por qué las cosas han sido así y no de otro modo.
En Un mar invisible, a pesar de todo –y contra todo–, sin embargo, hay lugar para la afirmación y la esperanza, e incluso un manual para la acción y la intervención positiva en lo real. En la profunda humanidad, por ejemplo, que destilan los miembros de la comuna de El Trópico Zumbón; en su forma de ser personas frente a la maquinaria de despersonalización que ha sido puesta en marcha… Contra los viejos y los nuevos dioses del Mercado, y contra este mundo así dado, del que la actual Shanghai, y la “nueva China” pueden ser metáforas esplendentes, no todo está perdido.
Cuando el “socialismo real” ha resultado fallido y quizás no sabemos exactamente qué queremos ni deseamos, sí sabemos, sin embargo, qué es aquello contra lo cual luchamos, y lo que no queremos. La imagen de Leónidas y sus trescientos, frente al ejército persa cubriendo el estrecho de Termópilas, utilizada, más allá de mistificaciones pseudofascistas, es más que significativa, en este caso; como ese “¡No pasarán!”, de antaño, deja de ser una añeja figura retórica, y un anacronismo del movimiento obrero, para convertirse en una intención renovada, una señal y un grito de resistencia.
Además, este texto monumental se puede abordar –superando, en este sentido, el intento de la Rayuela de Cortazar– de forma lineal o fragmentaria, sin perder su sentido, y, en contraposición a la famosa novela del escritor argentino, sin que nos venga impuesto orden alguno, porque en Un mar invisible todo adquiere un significado completo, por sí mismo, y/o en relación al contexto tanto textual, como hipertextual. Esta es la fuerza que la escritura de su autor posee; con una prosa contundente, rica en imágenes, matices, sutilezas, amarga y desgarradora, a ratos; expresionista, y con un fondo de turbia ansiedad, de tristeza desolada, de amarga ironía, siempre alerta y en defensa de los más débiles y de la humanidad que nos incumbe y que intentan arrebatarnos convirtiéndola en mercancía.
Un mar invisible es, así, un escrito radical, en el sentido estricto del término; y entrañable y didáctico de un modo nuevo y original, pues esta es otra apreciación, aún más clara, si cabe, desde la distancia; no hay nada como esta novela de Matías Escalera Cordero en el actual panorama literario español. Un mar invisible es, en muchos aspectos, como un iceberg, cuya enorme entidad se encuentra sumergida, en su mayor parte, bajo las aguas del océano.
Su final es realmente sorprendente, y hay momentos en que la prosa es tan bella, tan rica de imágenes, de sugerencias y de tan terribles consecuencias, que se parece a un gran poema desplegado delante de nosotros. Lo leo, una vez más, desde esta China extraña y paradójica. Miro a mi alrededor, aquí, en este Shanghai, que es su metáfora, y busco El Trópico Zumbón entre los despojos de la gran urbe monstruosa; y a sus personajes, seguramente ocultos, e invisibles a los ojos de este “dragón camaleón”, en alguno de esos extrarradios destinados al derribo forzoso y a la especulación. Un mar invisible, me digo entonces, ha logrado aprehender no sólo la ciudad-mundo capitalista occidental, sino la ciudad-mundo capitalista global.

lunes, 6 de septiembre de 2010

La piraña y Eva Luna

06-09-2010

Isabel Allende y el Premio Nacional de Literatura en Chile
Galo Nómez
The Clinic

No existe otro término para definirlo. Aberración es la única forma de calificar lo hecho por el gobierno conservador de Sebastián Piñera, al entregarle el Premio Nacional de Literatura a Isabel Allende. La misma mujer que ha redactado –no me atrevo a decir escrito-, una serie de novelones hueros, inconsistentes, livianitos y esnobistas, que gracias a una dosis adecuada de feminismo y socialismo de edulcorantes, como si de recetas de cocina se tratase, ha conocido un éxito de ventas que a ella misma y a su grupo de amigos les ha hecho creer que estamos ante una buena literata. Un galardón que, de manera acertada, le fue negado por sus propios afines ideológicos, situación que impulsó a la autora a hablar de envidia, machismo soterrado o desprecio por los compatriotas. Acusaciones que jamás lanzó contra sus correligionarios, sino a quienes “se han valido del poder para manipular a su antojo a la sociedad chilena”, una afirmación que siempre debe leerse como destinada al sector que ahora justamente le da el reconocimiento.

Analicemos a los dos protagonistas de este malogrado sainete. De un lado, Sebastián Piñera, empresario, aunque no en el sentido de emprendedor, sino como un tipo hábil en los negocios, sobre todo en los de carácter especulativo, lo que le ha permitido amasar una considerable fortuna. Individuo, además, propenso a los excesos mediáticos, que busca poner su imagen frente a las cámaras aunque ya nadie lo soporte. Por el otro costado, Isabel Allende, la narradora de tono bastante menor, legitimada por las incontables e incesantes ventas de sus libros, que agotan ediciones como si se tratase de vatios de energía. En resumen, dos personas con éxito pecuniario, fáciles de identificar por ello: factores que les permiten aumentar a cada momento su caudal –económico y figurativo-. Ambos, sobrevalorados en sus respectivos campos: la Allende, producto de la facilidad con que sus textos abandonan las librerías; y Piñera, porque se ha hecho millonario a través de la compraventa, pero nunca de la creación.

En definitiva, otra muestra de la orientación que persigue esta legislatura de derecha. Férrea y acérrimamente conservadora, pero capaz de traicionar sus principios en favor de sus propios intereses. También, y a tono con la condición empresarial de nuestro presidente, una administración que sólo es capaz de valorar el buen negocio y las apariciones en los medios masivos de comunicación. Pues, cabe recordar que el propio Piñera ha mencionado reiteradas veces, que en su discoteca personal hay álbumes de Violeta Parra y de Pink Floyd (hasta plagió una conocida escena de “The Wall” en el marco de su campaña electoral). Sin embargo, sería interesante preguntarle qué otras bandas de la nueva canción chilena o del rock progresivo es capaz de nombrar. Ya con los propios conceptos podría quedar pendiendo de un hilo: ni hablar si se le interroga por Quilmay, Cuncumén, Huamali, en el primer caso; o por Génesis, King Crimson, Jethro Tull, Black Widow, en el segundo. Dos características, la moralina y la satisfacción individual que perfectamente están unidas en este engendro denominado conservadurismo. Toda vez que los intereses más cuidados siempre acaban siendo, por lejos, los económicos, seguidos de los mediáticos y los sexuales, que por muy pacata que sea la derecha criolla nunca la faltan pretextos para obtener.

Hace algunos meses atrás, en pleno balotaje, Isabel Allende realizó una visita intempestiva a Chile, con el fin de fustigar al entonces candidato Piñera y llamar a votar por la Concertación, mejor dicho por Frei. Si es consecuente, debiera rechazar el reciente galardón. Su discurso siempre ha girado en pro de la emancipación de la mujer, en los términos expresados por ese feminismo que practica, el cual es tan inconsistente como sus novelones. Como consecuencia lógica, ha sido tajante en denunciar el supuesto machismo que subyace en la sociedad chilena y quedaría demostrado en el hecho de que el PNL sólo lo han recibido, aparte de ella, tres mujeres a lo largo de su historia (las cuatro bajo gobiernos de tendencia conservadora, lo que resulta paradójico teniendo en cuenta que todas protestaron alguna vez contra el supuesto desprecio de sus pares masculinos, aunque cada una a su manera y desde puntos de vista diferentes e incluso opuestos). No obstante, en esta ocasión no ha parado de mostrar gratitud a las actuales autoridades, las mismas que buscan aplicar políticas públicas acordes con los roles tradicionales de las féminas y de la familia; esto es, fortalecer los conceptos de esposa sumisa y madre silenciosa. La nada misma ante una suculenta suma de dinero que recibirá tan sólo al pisar suelo nacional, fuera de la pensión vitalicia que pasará a engrosar su ya oblonga cuenta. En fin: negocios siempre son negocios.

Fuente: http://www.theclinic.cl/2010/09/05/la-pirana-y-eva-luna/